2 de julio de 2015

¡Pruébalo, no pierdes nada!

Evangelio según San Mateo 9,1-8. 


Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad.
Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados".
Algunos escribas pensaron: "Este hombre blasfema".
Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: "¿Por qué piensan mal?
¿Qué es más fácil decir: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate y camina'?
Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
El se levantó y se fue a su casa.
Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de san Mateo, el episodio de la curación de un paralítico que fue llevado a la presencia del Maestro, por un grupo de amigos o familiares. Quiero resaltar esa circunstancia, porque es vital para el apostolado de cercanía, aprecio y lealtad que el Señor no sólo nos pide, sino que nos exige para con nuestros hermanos.

  Seguramente aquel hombre, que carecía de movilidad para acercarse a Jesús en busca de un milagro, tenía fe en Él. Probablemente, había oído hablar de sus proezas y le habían hablado de sus mensajes; transmitiéndole esa certeza –que surge del fondo del corazón- de que habían encontrado al Mesías prometido. Y debió pensar, ante lo que escuchaba, que Aquel que predicaba por los caminos de Galilea, podría dar fuerza a sus extremidades. Que sólo Él, como bien anunciaban las Escrituras, podía sacarlo de la postración en la que se encontraba.

  Ese hombre era consciente de su situación; pero no se conformaba con ella, si había posibilidad de cambiarla ¡Y ahora la había! En ese momento era partícipe de una esperanza, que tenía nombre propio: Jesús de Nazaret. Pero su deseo necesitaba del amor y la disponibilidad de aquellos que le rodeaban. De la fe de los demás, que tenían que hacer el esfuerzo de acercarlo al Maestro; y la camilla, con todo su cuerpo, era un peso difícil de transportar. Sin embargo, todos los que le dieron confianza e ilusión al enfermo, estaban dispuestos a no desfallecer en el intento. Lo querían lo suficiente, como para no rendirse ante la perspectiva de su encuentro con el Rabbí de Israel. Ellos le ayudarían a alcanzar el objetivo que, por su limitación, no era capaz de conseguir solo.

  ¡Qué ejemplo tan maravilloso para todos nosotros! Porque cada uno conoce, o tiene experiencia, de algún hermano que necesita de nuestra ayuda, de nuestra alegría y de nuestra decisión, para acercarle a Cristo y presentárselo en los Sacramentos. Tal vez le ha paralizado el pecado, la vergüenza o cualquier situación; pero tú y yo, como hicieron esos hombres de los que nos habla el texto, debemos comunicar con paciencia y amor, lo que hemos escuchado. Todo lo que hemos presenciado, y que ha sido semilla que ha dado fruto en nuestro interior. Tanto, que nos hemos comprometido con Dios a cargar con las camillas precisas –aunque nos cueste y aunque nos duela- para que nadie que sienta deseos de participar del perdón divino y de recobrar la salud del alma, se quede sin la posibilidad de hacerlo. Por eso hemos de estar preparados; primero para estar, y después para darnos. Ya que eso es en realidad, hermanos míos, la amistad.

  Jesús demuestra con sus actos, que al curar la enfermedad que es efecto del pecado, cura también el pecado del corazón de las personas; porque sana la causa, que conllevó tantas desgracias. Por eso hace ver a todos aquellos que murmuran, que Él puede –como Dios que es- sanar las limitaciones como síntoma clarísimo de que ha absuelto las vilezas que las provocaban. Y que el que no quiera percibir en los hechos, la potestad divina de la que goza, es porque ha querido cerrar sus ojos a la luz del conocimiento y su voluntad a la Verdad manifestada.


  Pero el Maestro además, nos recuerda a todos los que estamos meditando este capítulo, que no hay nada peor que la pérdida de la Gracia. Que nos preocupamos de vacunarnos contra las enfermedades del cuerpo –como debe ser- y nos olvidamos de vacunarnos el alma. Descuidando esa “infección” espiritual, que conlleva una muerte eterna que no tiene vuelta atrás. El Señor vuelve a recordarnos que somos una unidad perfecta, donde hemos de priorizar lo eterno, sobre lo temporal. Que debemos tener una intensa vida interior, donde Jesús nos espera en cada momento, lugar y circunstancia. Y, por favor, no te olvides nunca cuando leas el Evangelio, de la importancia que tiene alcanzar el perdón. Sólo hay que ir, y ayudar a que los demás vayan en busca de Cristo; que nos espera paciente en la soledad del confesionario. Te aseguro que no hay mejor “terapia”, para conseguir esa salud integral que conlleva la paz de espíritu. ¡Pruébalo, no pierdes nada!