11 de febrero de 2014

¡Los frutos de nuestro sentir!



Evangelio según San Marcos 7,1-13.


Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,
y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados;
y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?".
El les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos.
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres".
Y les decía: "Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios.
Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte.
En cambio, ustedes afirman: 'Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte...'
En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre.
Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos recoge la enseñanza de Jesús sobre la verdadera conducta moral que deben, y debemos, mantener los discípulos del Señor. Aquí vemos como unos escribas, que vienen de Jerusalén, hacen responsable al Maestro de que sus seguidores omitan los ritos de purificación prescritos, según ellos, por la Ley de Moisés.

  Hay que tener en cuenta que san Marcos, que fue testigo directo de san Pedro, escribió su Evangelio para unos destinatarios no judíos que no estaban familiarizados ni con la lengua ni con las costumbres hebreas; y ese es el motivo de que se detenga a explicar, para que lo entiendan, la pregunta insidiosa que le hacen los fariseos a Jesús. La Antigua Ley prescribía unos determinados ritos que significaban la pureza moral con la que debían acercarse a Dios; y esa consideración, ha sido imagen bíblica de la purificación posterior que en Cristo se ha dado como Sacramento de la Penitencia. Pero la tradición judía había ampliado y personalizado estas purificaciones hasta ámbitos tan extensos y dispares, como eran las comidas, para darle a todo una significación religiosa y denotar que la pureza exterior era una muestra de la interior, que ahogaba en la forma su verdadera esencia.

  Lo que ocurría es que, en realidad, las normas establecidas por la tradición humana, se habían convertido en un legalismo exento de sentido sobrenatural; y todas las sentencias de los rabinos habían terminado ahogando el verdadero culto a Dios, que surge de un acto de amor de lo más profundo del corazón. El Señor les refiere, para que hagan memoria y tomen buena nota, del aviso que siglos antes les hizo el profeta Isaías con el siguiente párrafo:
“El Señor ha dicho:
“Puesto que este pueblo se me acerca con la boca,
Y me honra con sus labios,
Pero su corazón está lejos de Mí,
Y el temor que me tiene
Es un precepto humano que les ha sido enseñado,
Por eso, seguiré provocando el asombro a este pueblo,
Asombro tras asombro.
Perecerá la sabiduría de sus sabios,
Y la prudencia de sus prudentes quedará oculta””
(Is 29, 13-14)

  Jesús nos advierte, a ellos y a cada uno de nosotros, que el pecado y la mancha moral no hay que buscarla en las cosas que han salido de las manos de Dios, porque son buenas, sino de nuestro pobre corazón que, tras el pecado original, ha quedado herido y sometido a las bajas pasiones. Son nuestras intenciones; esos propósitos que mueven nuestras acciones, los que dan su valor moral a nuestra vida y hacen de nuestras obras el camino meritorio para presentarnos ante Dios y alcanzar su salvación.

  Cuantos formalismos son las bases donde sostenemos ritos que han perdido su verdadera acepción, olvidando por el camino el profundo sentido de la ley divina del amor; ya que sólo la caridad debe ser el alimento del motor de nuestra vida. Es cierto que ante el Señor debe regir una actitud de verdadero respeto; fruto del aprecio, la valoración y la alta estima que le tenemos, así como de la inmensa dignidad que se merece. Pero bien nos ha dicho Jesús, en innumerables ocasiones, que difícilmente amaremos a Dios, al que no vemos, si somos incapaces de ver a Dios en nuestros hermanos, a los que vemos. Por eso, como nos dice san Pablo, debemos rendir nuestra voluntad ante el bien de los demás; y ese será un signo inequívoco ante el Señor, de nuestra coherencia cristiana.

  Todo el culto, toda la liturgia de la Iglesia, es un tesoro recogido en la Tradición donde se actualiza y se hacen presentes los acontecimientos que nos salvaron. Todas las oraciones, todas las normas y costumbres, son esos medios que el Cuerpo de Cristo ha puesto a nuestro servicio, para facilitar nuestro camino hacia Dios. Pero Jesús nos recuerda, desde estas páginas, que sólo son eso: medios; porque lo que en realidad le da su verdadero sentido, es la intención con que los realizamos. Por quién oramos; porqué nos sacrificamos; a quién le ofrecemos nuestras contrariedades diarias. Todo debe estar medido por la regla divina del amor, que no tiene medida. El Señor nos pide que nuestros actos sean, en realidad, fruto de nuestro sentir; el producto de nuestra fe, que nos hace manifestar en obras lo que cree y espera nuestro corazón.