Evangelio según San Mateo 5,38-48.
Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente.
Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra.
Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto;
y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él.
Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado.
Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?
Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.
COMENTARIO:
Este evangelio
de san Mateo es una continuación de una serie de pasajes en los que se hace un
paralelismo entre Jesús y Moisés, como intérpretes de la Ley de Dios. Pero
ahora que se cumple la expectación mesiánica en la que se le atribuía al Mesías
la función de interpretar definitivamente dicha Ley, Cristo se sitúa por encima
de ella y la ilumina con el resplandor de su verdadero valor; aportando, con
sus palabras, el sentido de su explicación. Sólo Aquel que la ha dado, puede
conocer a la perfección el porqué y el cómo de cada uno de sus preceptos; y no
hay que olvidar que Jesucristo es la encarnación del Verbo y, por tanto, Dios
mismo que habla con la autoridad divina que le corresponde.
El Maestro no
anula los puntos de la Antigua Ley, sino que los interioriza llevándolos a la
perfección y librándolos de los errores de aquellos que no los habían
comprendido en profundidad. Puntualiza que su verdadero cumplimiento va más
allá de una mera observancia formal, invitando a todos a la magnanimidad y a la
grandeza de alma, virtudes que deben caracterizar a los que gozan de una
participación en la vida divina, a través de la Gracia.
En este
párrafo, el Señor se centra en la capacidad de perdonar, que es uno de los
distintivos del cristiano; y el motivo no es otro que el precepto que Dios nos
dio y que recoge el libro del Levítico: “Sed santos, porque Yo soy Santo”. El
Señor nos llama a llevar la Ley a su total plenitud, proponiéndonos la
imitación de nuestro Padre celestial. Pero sólo hay una imagen perfecta de
Dios, y es la de su Hijo Jesucristo; por eso nosotros, que llevamos en nuestro
nombre de cristianos, el distintivo de su sello, hemos de proclamar, con
nuestras palabras y actos, la bondad ilimitada de la caridad de Cristo.
Estamos
llamados a no apartar los ojos de su ejemplo, contando siempre con la
asistencia de la Gracia sacramental que nos ayudará a vencer nuestras
debilidades humanas; a estar dispuestos a entregar lo que somos y lo que
tenemos: nuestro orgullo y nuestra disponibilidad, por amor a su Nombre. Y
Jesús, todos lo sabéis, nos pide que le amemos a través de nuestros hermanos,
los hombres. Nos llama a la paciencia, a la comprensión, a la templanza… A que
no los abandonemos en sus muchas necesidades, tanto materiales como
espirituales; a que no discutamos por todo aquello que puede ser opinable, y que
en cualquier palabra que utilicemos esté siempre el sentido común, donde rige
el amor por encima de la razón. Nos llama, simplemente, a vivir con coherencia
el compromiso de la fe, en su Iglesia.