18 de febrero de 2014

¡No tentemos a Dios!



Evangelio según San Marcos 8,11-13.
 

  Entonces llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo.
Jesús, suspirando profundamente, dijo: "¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo".
Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla.   

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Marcos vemos como los fariseos siguen, incansablemente, tendiéndole trampas a Jesús. Parecen querer demostrar, con su discusión, que están por encima de su Palabra, instando al Señor a que muestre su poder con evidencias que no admitan dudas de su verdadera realidad. Nuestro Dios suspira cansado ante ese deseo inquisidor que se repetirá hasta el fin de los tiempos; ya que está agotado de decir que la fe es poner la confianza en Aquel que amamos, y que porque le amamos, confiamos. Que creer ante una evidencia no tiene mérito; y Dios quiere que nuestras obras sean meritorias, porque en ellas se calibra el peso de nuestro amor.

  Hoy seguimos pidiéndole a Jesús las mismas pruebas de antaño; queremos que nuestro Dios de testimonio de Sí mismo ante nuestros ojos; como si todo el legado histórico que nos dejó, comprobable y comprobado, no fuera suficiente: la presencia de Cristo en Nazaret, su predicación en Galilea, y su Pasión, Muerte y Resurrección en Jerusalén que no admiten dudas para nadie que tenga un poco de cultura general. Porque la cultura, mal que pese a algunos, está basada en un acto de fe sobre lo que otros nos han contado. Y esos hechos que nos narra el Evangelio están certificados por todos aquellos que dieron testimonio de ello con su palabra, oral y escrita, y que fue sellada por su sangre, al morir por defenderla. Ya que si hemos de dudar de esos testigos, entonces dudemos de todos y pongamos en tela de juicio la existencia de Lincoln, de Napoleón, de los Reyes Católicos… de cualquiera que no hayamos tenido el gusto de conocer o compartir su existencia entre nosotros.

  Intentamos, constantemente, ser más listos que Dios. Parece que disfrutamos pillando al Señor en un error que nos demuestre su inexistencia o su ineficacia como Creador Providente. Desplegamos nuestro orgullo, haciéndonos señores de nosotros mismos y dueños de nuestros destinos, pensando que todo puede ser comprendido y por ello, controlado. Pero ante esta actitud parece que el Señor vuelve a suspirar para sus adentros y, cansado porque no aprendemos lo que la historia nos ha enseñado, nos avisa que trasgredir sus leyes y no hacer caso de sus preceptos, sólo puede conducirnos a una total destrucción. Cuánto más ponemos nuestra confianza en la ciencia, más nos demuestra la naturaleza que no está sujeta a ningún teorema ni a ningún control humano. Que responde violentamente al egoísmo de las personas, que ya no recuerdan que el mundo es un usufructo divino; y que no admite especulaciones ni de potencias, ni de naciones, ni de grupos económicos que han olvidado que la tierra no está para poseerla, sino para cuidarla.

  No podemos culpar a Dios de los males que son el fruto del pecado de los hombres. Porque el Señor nos ha facilitado la vida a través de sus mandamientos, dónde nada se complica si sólo rige el amor. Somos nosotros, no lo dudéis, los que tentados por el diablo nos dejamos seducir por el orgullo, la concupiscencia, la ira, la mentira o el ansia de poder. Dios nos ha dado la llave para abrir la puerta de la Felicidad, y cada uno de nosotros, para no acatar su Ley, hemos cambiado la cerradura. Tal vez deberíamos hacer un examen de conciencia y reconocer que necesitamos a Cristo en nuestro acontecer diario. Porque Él da sentido a todo: ilumina nuestro conocimiento e inflama nuestra voluntad para luchar contra el error que nos mantiene en la oscuridad existencial. Necesitamos la Luz del Espíritu para ser capaces de ver la Verdad, que es Dios, allí donde se encuentra: en el mundo creado, en nuestro interior, en la Palabra revelada, en los Sacramentos y, por consiguiente, en la Iglesia Santa. No cansemos a Dios con nuestras justificaciones, porque Él se entregó por entero, sin justificaciones, por cada uno de nosotros.