10 de febrero de 2014

¡Pongamos a Dios en la cima!



Evangelio según San Mateo 5,13-16.


Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña.
Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.
Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo está dirigido a los discípulos de Jesús, de todos los tiempos. Por eso sus palabras, hoy, tienen una intencionalidad específica para los que adquirimos el compromiso de seguirle, en un momento determinado de nuestra vida. Y para eso usa las imágenes bíblicas de la sal y la luz, como distintivo de los que luchan por cumplir las bienaventuranzas y transmitir el mensaje de la salvación, a su lado.

  El Maestro nos recuerda que alcanzar la redención, a pesar de ser un hecho libre y personal, nunca está aislado del destino de nuestros hermanos. Nos salvamos, ayudando a salvar a otros; liberándolos del “yo” egoísta, para pensar siempre en un “nosotros”. Y, por ello, el Señor nos habla de ser sal. De esa sal que preserva de la corrupción a los alimentos  y que, en la Antigua Ley, simbolizaba la inviolabilidad y permanencia de la Alianza; y así nos lo recuerda el Libro del Levítico:
“Sazonarás con sal todas las ofrendas de tu oblación; nunca omitirás de tu ofrenda la sal de la Alianza con tu Dios. Sobre todas tus ofrendas ofrecerás sal” (Lv. 2,13)

  Fijaros la importancia que nos da Jesús, como discípulos, y la importancia de la misión a la que nos ha destinado en el Bautismo, que nos compara a esa sal que en la tierra debe dar sabor divino a todo lo humano; preservando al mundo de la corrupción que trama sin cesar el diablo. Y, a la vez, nos asemeja con la luz; con ese elemento tan necesario para caminar con seguridad y no caer; para conocer sin dificultad; para vencer los miedos que nos hacen surgir las sombras.

  Si recordáis, en el Antiguo Testamento se identifica esta luz tan necesaria, con Dios y con su Palabra. Si nosotros hemos sido hechos, por el Sacramento Bautismal, hijos de Dios en Cristo y recibimos en Él, la vida divina –la Gracia- que nos deifica, estamos llamados indiscutiblemente, a iluminar al mundo comunicándole el mensaje cristiano. A ayudar a todos aquellos que caminan entre tinieblas, como si fuéramos el faro que en la noche proyecta la luz de Dios. Porque sólo así, encontraremos el camino de vuelta; hallaremos al Señor y, con Él, el sentido de nuestra vida y las respuestas que permiten dejar de temer al abismo de las dudas. Los Salmos nos lo recuerdan y nos ayudan en nuestra oración:
“El Señor es mi luz y mi salvación
¿A quién temeré?
El Señor es el refugio de mi vida:
¿De quién tendré miedo?” (Sal 27,1)
“Antorcha es tu palabra ante mis pasos,
Luz en mi sendero” (Sal 119,105)

  Ante la importancia de la tarea encomendada a cada uno de nosotros, Jesús nos pide que, no sólo evangelicemos a la gente, sino que influyamos en la cultura, en la moda, en la política y en los medios de comunicación. No somos ni pequeños ni inútiles para cambiar estas estructuras de poder, que gobiernan la opinión del mundo siguiendo las directrices del diablo. Porque tenemos la Gracia de Dios, y con ella la capacidad de poner a Dios en la cima de todas las actividades humanas, debemos movernos sin desfallecer, en todos los ámbitos: en asociaciones de colegios; escribiendo cartas a los diarios y a los políticos; compartiendo nuestra fe, sin vergüenzas, en las diversas encuestas en las que podamos participar; implicándonos en la propia comunidad: vecinal, municipal o parroquial.

  Dios nos ha creado con una finalidad: hacer su voluntad y gozar de la comunión Trinitaria. Pero si olvidamos este objetivo y nos perdemos en goces personales, por miedo a las complicaciones que puedan surgir al cumplir con nuestra responsabilidad, estamos perdidos. Ya que los discípulos que pierden su identidad cristiana, se quedan en nada. Así ocurre, como nos dice el Señor, con esos restos de sal que se diluyen sin haber servido; o sea luz que se apaga, porque ha sido incapaz de mantenerse. No hay nada peor que traicionar nuestra vocación; ya que siempre llevaremos en el fondo del alma, el sinsentido de nuestra existencia.

  Jesús nos recuerda que nuestras palabras deben ir siempre acompañadas de las obras que manifiestan su contenido. Porque son éstas las que transmiten de verdad a los demás, lo que cree nuestro corazón. Por eso el Maestro nos dirá, en muchas ocasiones, que no se salvará el que diga “¡Señor, Señor!”, sino el que cumpla la voluntad de su Padre. Y es la caridad el motor que debe guiar las buenas obras que son el instrumento del apostolado cristiano. Es ese testimonio, que se ve, de vida cristiana, donde lo que hacemos con sentido sobrenatural tiene eficacia para atraer a los hombres hacia la fe, y por ello, hacia Dios. El Señor no nos ha dado la luz de sus Sacramentos para que la tengamos apagada; sino para que la convirtamos en el motor de nuestra vida y cumplamos, con éxito, la misión que nos fue encomendada cuando Dios nos escogió para ella, antes de la Creación.