14 de febrero de 2014

¡Una madre, no se rinde!



Evangelio según San Marcos 7,24-30.


Después Jesús partió de allí y fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quiso que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer oculto.
En seguida una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, oyó hablar de él y fue a postrarse a sus pies.
Esta mujer, que era pagana y de origen sirofenicio, le pidió que expulsara de su hija al demonio.
El le respondió: "Deja que antes se sacien los hijos; no está bien tomar el pan de los hijos para tirárselo a los cachorros".
Pero ella le respondió: "Es verdad, Señor, pero los cachorros, debajo de la mesa, comen las migajas que dejan caer los hijos".
Entonces él le dijo: "A causa de lo que has dicho, puedes irte: el demonio ha salido de tu hija".
Ella regresó a su casa y encontró a la niña acostada en la cama y liberada del demonio.






COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Marcos, como el Señor parte de nuevo hacia tierras paganas; y, aunque no nos dice exactamente a qué va, observamos como en el párrafo se hace notar que, aunque acostumbra a predicar sólo para judíos, también dirige la salvación a otras personas, ya sean judíos o gentiles, que se acercan a su lado para recibirla.

  Aquí nos habla el texto de una mujer gentil, griega y sirofenicia de origen, que le pide a Jesús la curación de una hija suya, que está poseída por el demonio. Ante un diálogo entre ambos, que es vivo y audaz y hasta puede parecernos un poco cruel por parte del Maestro, percibimos como el Señor pone a prueba su fe y tantea hasta donde es capaz de llegar, y lo dispuesta que está a vencer los obstáculos que le plantea, por el bien de su hija. Cristo utiliza una expresión despectiva, dulcificándola, que era con la que los judíos se referían a todos aquellos que no pertenecían al pueblo de Israel. Y lo hace con la intención de ver hasta dónde puede aguantar esta mujer, sin darse por vencida, en su oración de súplica. Pero ante este hecho observa, con satisfacción, como por el amor de su pequeña es capaz de reconocer su indignidad y, tragándose el orgullo, intensificar sus ruegos. Viendo Jesús que de verdad la mujer creía, a pesar de su actitud, obró el milagro y consintió en su petición.

  Ante este texto evangélico, el Señor nos dirige a nosotros, como Maestro que es de nuestras almas, dos enseñanzas que no debemos olvidar: una es que una madre jamás debe rendirse cuando se trata de salvar el alma de sus hijos. Debe intensificar sus oraciones sin desfallecer; ir al encuentro de Jesús en los Sacramentos y hablarle en el Sagrario donde se halla como estaba entonces, entrando en la casa de Tiro, pero en forma sacramental. Y allí, rogarle sin descanso por la vida eterna de nuestros pequeños. Ya que para unos padres, su prole siempre será, aunque ya sean adultos, ese fruto del amor compartido en un proyecto divino, que no se puede abandonar cuando surgen los problemas; y muchísimo menos si esos problemas son  el producto de un alejamiento de Dios, identificado en su Iglesia.

  Llegado este momento hemos de recordar cómo santa Mónica, ante los actos de su hijo Agustín que buscaba fuera de él, sin cesar, a Aquel que le esperaba en su interior; y en la búsqueda constante se perdía, cayendo en la soberbia que conllevaba al pecado y a la lejanía de la Verdad que tanto ansiaba alcanzar, intensificaba su oración y no desfallecía porque estaba convencida de que el Señor, en el momento preciso, le daría –como así fue- la luz del espíritu y la fortaleza de su voluntad. Y Dios, que no deja de atender una oración constante que no desfallece ante el desengaño, no sólo ayudó a su hijo, sino que lo convirtió en un gran santo que ha sido considerado Doctor de la Iglesia. Eso le indica Jesús a la sirofenicia y a cada una de nosotras que, como mujeres y madres, a veces nos sentimos decepcionadas  en el fondo de nuestro corazón, por el comportamiento de nuestros hijos. Nos dice que no perdamos la confianza, sino que, muy al contrario, confiemos como Abrahán, cuando le parecía que ya se había agotado toda esperanza.

  Y otra cuestión que plantea Jesús a la mujer, es que Dios responde a nuestras oraciones por la intensidad de nuestra fe, pero sobre todo, por su amor y magnificencia. No tenemos ningún derecho a ser escuchados y mucho menos a ser respondidos; ninguna dignidad sobresaliente por la que Dios deba replicar a nuestras plegarias. Ya que todas las contestaciones divinas sólo tienen una explicación: el amor inconmensurable del Padre por sus criaturas, que culmina entregándose, hecho Hombre, por nosotros en una cruz. Por eso no podemos cansarnos de pedir, cómo si esa petición requiriera obligatoriamente ser escuchada. No; sólo el amor es la causa de que se atiendan nuestras oraciones y, por ello, nuestras súplicas deben ir impregnadas, como la de aquella mujer del Evangelio, de una humildad que agradece antes de recibir, porque sabe que no se merece nada.

  Por eso os invito, a todos aquellos que estáis convencidos de que no hay mayor regalo para nuestros hijos que el de la fe, a luchar por dársela, aunque ellos no la quieran. Preparaos, luchar por conocer; fortaleceros con la vida de la Gracia y hablarle a Dios de ellos sin descanso. Porque el Señor, que siempre nos escucha, nos dará y les dará, en su justo momento, el regalo de la salvación.