26 de febrero de 2014

¡Debemos servir, sin medida!



Evangelio según San Marcos 9,30-37.



Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera,
porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará".
Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?".
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:
"El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".


COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Marcos, como Jesús busca la soledad para preparar a sus discípulos e instruirles. Sabe que deben conocer para poder entender y llevar a cabo la tarea que les ha sido encomendada: ser testigos de los momentos claves de la vida de Cristo; transmitir su Palabra y acercar a los hombres a Dios, a través de su Iglesia, para que se salven.

  En este primer punto del texto, los que a través del Bautismo hemos sido llamados a compartir la labor de aquellos primeros, debemos comprender el mensaje cristiano que debemos transmitir. No nuestras opiniones, ni nuestras teorías acopladas a nuestras necesidades, con un Dios fabricado a nuestra medida. Sino la verdad de la fe, guardada desde todos los tiempos como un tesoro, por el Magisterio de la Iglesia. Ella, como Madre, sigue educando a sus hijos para que alcancen la madurez necesaria que les permitirá descubrir, en las dificultades de la vida diaria, la mano amorosa de Dios.

  Sabe Jesús que debe preparar a sus discípulos para la terrible prueba del sufrimiento, que van a tener que soportar. El Señor no teme tanto al dolor del cuerpo, como a aquella desesperación del alma que surge cuando no se hallan respuestas, ante el sentido de lo que está aconteciendo. Por eso quiere, antes de que esto suceda, que entiendan que todos los hechos que van a ocurrir son una entrega voluntaria de su vida, para que nosotros recuperemos la nuestra. Que cada herida de su Cuerpo, no habrá sido infringida sin que Él no la haya ofrecido para librarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna. Que el Hijo de Dios ha elevado el dolor a medio de salvación; y nos ha abierto el final, con su Resurrección, a un esperanzador principio.

  Pero los Apóstoles no entienden de qué habla el Señor. Para ellos, que todavía no han recibido el Espíritu Santo, es inalcanzable comprender que Jesús está prediciendo su muerte; y mucho más, interpretar que anuncia un hecho tan sobrenatural como el de su Resurrección. Y esa dificultad que descubrimos en este episodio evangélico, se hará realidad cuando a la hora de la verdad, dejen solo al Maestro. Necesitarán, para abrir su mente y fortalecer su corazón, obtener la Gracia que Dios les enviará cuando los constituya, en Pentecostés, como Iglesia. La fuerza del Espíritu divino les será entregada, en los Sacramentos, para que así todos aquellos que deseen seguir los pasos de Cristo, puedan recibirla; y ser fieles testigos en cada momento, sobre todo en los más difíciles, de la luz de la fe.

  El Evangelio nos muestra en este capítulo, a los Apóstoles tal como son. No disfraza su contenido, ni mitiga sus defectos para que queden bien; sino que deja al descubierto la pequeñez de su alma que, al igual que la nuestra, es incapaz de trascender las situaciones y las palabras de Nuestro Señor. Pero Jesús aprovecha esta circunstancia para recoger un conjunto de enseñanzas de lo que debe ser la vida de la Iglesia y, como tal, la existencia del cristiano: el servicio. Quien no busca en su actitud diaria ofrecerse a los demás, para hacerles más grata la vida, no ha comprendido el verdadero sentido de seguir a Cristo. Pero no hay mejor regalo para nuestro prójimo, que el de entregarles la fe. Porque el conocimiento de sí mismos y la aceptación y respeto del orden divino, nos da esa paz que conlleva la alegría, aunque hayan dificultades. Y, a la vez, nos insta a luchar para terminar con esos obstáculos que, generalmente, son fruto de las injusticias de una vida sin Dios. La doctrina novedosa que Jesús predicó en innumerables ocasiones, es que los cristianos debemos reconocer en el necesitado, al propio Cristo. Y que no importa cuánto se ofrezca, sino que todo lo que se ofrezca nazca de un corazón generoso que ama sin medida. Porque la medida perfecta del amor, es no tener medida. El Maestro da con ello, el verdadero sentido de la felicidad: servir y estar abiertos a los menesteres de todos los hombres, sobre todo a los que más nos necesitan.