6. IMPORTANCIA DE LA EDUCACIÓN CRISTIANA
ANTE EL DOLOR.
No podemos
olvidar nunca, a lo largo de nuestra vida, que Dios se ha querido revelar a
través de una pedagogía divina determinada; donde nos ha llevado, de su mano,
desde la primera verdad de la creación hasta la contemplación, en la madurez
cristiana, del Amor en el sufrimiento. Es un recorrido, para unos más largo que
para otros, que todos debemos recorrer
si queremos alcanzar el conocimiento de nosotros mismos.
Nos lo recuerda
Juan Pablo II en la
Encíclica “Fides et Ratio”, punto10 del Capítulo I, página 19:
“En el
Concilio Vaticano II, los Pdres dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han
ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han
expresado su naturaleza del modo siguiente: “En esta revelación, Dios invisible
(Col 1,15; 1 Tm1,17) movido de amor, habla a los hombres como amigos (Ex33,11;
Jn15,14-15) trata con ellos (Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su
compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras
intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la
salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras
significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican el misterio.
La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha
revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda revelación”
El sufrimiento
ya formaba parte de los planes de Dios, en su pedagogía redentora, antes de la
creación del hombre. Por eso el hombre no debe olvidar, cuando ejerce su
derecho a aprender a través de la pedagogía humana, que sólo llegará a su
madurez personal cuando ésta desarrolle las virtudes humanas, que descansan en
las sobrenaturales, y que lo prepararán para ese camino imprescindible para
lograr la Felicidad
a la que ha sido llamado, que pasa
inevitablemente por la Cruz.
San Josemaría
nos lo recuerda en el punto. 91 de
“Amigos de Dios”, Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales, página 140:
“Cuando
un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy
cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las virtudes teologales –la fe , la
esperanza y la caridad-, y todas las otras que trae consigo la gracia de Dios,
le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades buenas que comparte con tantos
hombres. Las virtudes humanas –insisto- son el fundamento de las
sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse
con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer estas
virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere, aprended a
hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes
–hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de
paciencia-, porque obras son amores y no cabe amar a Dios sólo de palabras,
sino con obras y de verdad. Si el cristiano lucha por adquirir esas virtudes,
su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas
cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su
alma…Se notan entonces el gozo y la paz, la paz gozosa, el júbilo interior con
la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos que todo se hunde a nuestros
ojos, no se hunde nada, porque Tú eres Señor, mi fortaleza. Si Dios habita en
nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental,
transitorio; en cambio, nosotros en Dios, somos lo permanente.”
Sólo el que ha
aprendido, a través de la templanza, a armonizar lo sensible integrándolo en
instancias superiores, será capaz de ser fiel, sobrio o paciente; y el que ha
tenido la suerte de ser educado en la fortaleza se afirma en el bien por encima
del sufrimiento que conlleva, a veces,
realizarlo, preparándolo para que el día de mañana, cuando se enfrente al dolor
que forma parte de la realidad cotidiana, sepa no sólo superarlo sino, a través
del encuentro con su sentido, vivir con la alegría del que se sabe dueño de sí
mismo como premisa ineludible de entrega
y donación.
La justicia, no
sólo nos hará dar el bien debido a otro, sino que al encontrarnos con su mirada
podremos ver un “quien” y no un “qué”, impulsándonos a respetar y a afirmar sus
derechos, aunque sufran los nuestros, sobre cualquier intención de
instrumentalización; aconsejando con opinión, sugerencia o indicación, a los
que caminan a nuestro lado, para que puedan elegir adecuadamente y de forma recta los medios proporcionados
para el fin querido, a través de la prudencia.
Es decir, que mediante la educación integral
del ser humano, de la que tanto hemos hablado, donde educamos cuerpo y
espíritu, las virtudes formarán un importantísimo entramado para soportar,
entender, buscar y encontrar el sentido del sufrimiento que nos permitirá
descansar en Dios, cuando caminemos en la búsqueda de la Verdad , a través de nuestra
vida. El sufrimiento nos habla en el cuerpo dirigiéndose al espíritu, es decir,
a la persona humana en toda su radicalidad; y sólo a través de las virtudes,
que nos dan la verdadera libertad, seremos capaces de adherirnos de una forma
personal a la realidad de la Cruz
de Cristo.
No podemos
olvidar que el Misterio Pascual de Cristo ha unido al hombre a la
comunidad de la Iglesia , edificada
espiritualmente y de modo continuo como el Cuerpo de Cristo; y es en ese Cuerpo
donde Cristo, como Cabeza, se une a todos los miembros, especialmente a los que
sufren. Por eso, el que sufre en unión del Señor, no sólo saca de Cristo la
fuerza, sino que completa con sus sufrimientos, el sufrimiento redentor del
Señor; que ha querido hacernos copartícipes en el dolor, abriendo su
sufrimiento al hombre, y permitiéndonos formar parte de y en la historia de la
salvación. Es imprescindible recordar, cuando el sufrimiento nos alcance en alguna
de sus variantes, la revelación de su fuerza salvadora y de su significado
salvador que hemos desgranado en estas páginas, a través de la Redención de Jesucristo.
Nos lo recuerda
Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvifici Doloris “, punto 19 del
Capítulo V:
Si nuestra
misión como educadores, y todos lo somos por el hecho de ser personas, es
descubrir y conseguir que nuestros alumnos alcancen su plenitud, a través de la
perfección de todas sus potencias, preparándolos para ser felices en todas las
circunstancias de su vida; está claro que será indispensable darles los medios
que les ayuden a conseguirlo. Y sólo lo lograrán a través de la comprensión de
sí mismos, en la contemplación de Cristo, donde podrán alcanzar el sentido de
su vida y de su muerte a través del sufrimiento gozoso que convierte el dolor
en Amor. Porque no podemos olvidar que la Cruz de Cristo es la demostración
escandalosa de una locura divina de
amor: Es en el amor, que da sentido al sufrimiento, donde el hombre aprende a
amar, sufriendo, y haciendo de su dolor una entrega personal.
Así, en nuestra
tarea educativa, si de verdad queremos que lo sea, debemos acercar a Cristo a
nuestros alumnos como revelación de la verdad que les hará libres en su
encuentro con el sufrimiento y el dolor. Jesucristo no escondió nunca, a los
que se acercaban a Él, la necesidad de sufrir; aunque les revelaba su fuerza
salvadora y su significado redentor. También les recordaba que, para muchos,
sería ocasión de dar testimonio, llamándolos, de una forma especial, al valor y
a la fortaleza en la seguridad de la fuerza victoriosa que se esconde en su
Resurrección.
Nos lo recuerda
Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Dives in misericordia”, punto 7 del Capítulo
V, página 143.
“El
misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la
misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia
en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el
hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo
al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá
descubrir en Él la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como
también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al amor.
La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor profundidad
aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo
con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado
a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio
divino.”
Por eso, sufrir
sin Cristo, no sólo es negar el sentido al sufrimiento, sino la acción más
antinatural del ser humano, que hace oídos sordos a la constatación de siglos y
generaciones que han encontrado en el sufrimiento una particular fuerza para
acercarse a Dios, y en la Cruz
de Cristo, ser hijos en el Hijo por el Espíritu Santo. En la identificación con
Jesucristo, que incluye necesariamente la participación en su Pasión, Muerte y
Resurrección, somos hechos hijos del Padre, en el Hijo por el Espíritu,
compartiendo el sufrimiento que nos libera del pecado y nos reintegra en los
planes iniciales de Dios, a través de una gracia especial.
Así nos lo
recuerda santo Tomás Moro en su libro “Diálogos de la fortaleza contra la
tribulación”, Capítulo 17 del primer libro, página 94:
“Cuando
por medio de la tempestad los discípulos temían ahogarse, rezaron a Cristo diciendo:
Señor, sálvanos que perecemos y poco después cesó la tempestad. Y a menudo
comprobamos ahora que en extremado mal tiempo o en la enfermedad, se organizan
procesiones públicas y Dios envía su graciosa ayuda. Y muchos que acuden a Dios
en el dolor o en la enfermedad grave son curados milagrosamente Tal es la bondad de Dios: dado que en el
bienestar ni nos acordamos de Él ni le rezamos, nos envía aflicciones y
enfermedades para forzarnos a ir cerca suyo, y nos compele a invocarle, a
pedirle que nos libre de nuestro dolor, porque cuando aprendemos a buscarle,
tenemos ocasión propicia para acrecentar el caudal de gracias”.
Fruto de estas conversiones tenemos el ejemplo de
muchos santos, donde no sólo han sabido descubrir el sentido del sufrimiento,
sino que a través de él han llegado a ser unos hombres y mujeres completamente
nuevos, superando con la fuerza del espíritu al cuerpo doliente. Sirva como
ejemplo los siguientes textos de algunos santos:
Fray Luís de
Granada; Libro de la Oración
y Meditación para el jueves por la mañana: Del Ecce Homo, Libro de la oración y
la meditación:
“Pues
para que sientas algo, ánima mía, de ese paso tan doloroso, pon primero ante
tus ojos la imagen antigua de este Señor, y la excelencia de sus virtudes; y
luego vuelve a mirarlo de la manera que aquí está. Mira la grandeza de su
hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su
mansedumbre, su serenidad, y aquel aspecto suyo de tanta veneración. Míralo tan
humilde para con sus discípulos, tan blando para con sus enemigos, tan grande
para con los soberbios, tan suave para con los humildes, y tan misericordioso
para con todos.
Considera cuán manso ha sido siempre en el
sufrir, cuán sabio en el responder, cuán piadoso en el juzgar, cuán
misericordioso en el recibir, y cuán largo en el perdonar. Y, después que así
lo hubieses mirado, y deleitándote de ver tan acabada figura, vuelve los ojos a
mirarle tal cual aquí le ves: cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña
por cetro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, y aquellos
ojos mortales, y aquel rostro difunto, y aquella figura toda borrada con la
sangre, y afeada con las salivas que por todo el rostro estaban tendidas.
Míralo todo dentro y fuera: el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno
de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido
de los soldados y despreciado de los pontífices, desechado del rey inicuo,
acusado injustamente y desamparado de todo favor humano”
San Luís María Grignion de Montfort; El amor
de la Sabiduría
eterna, n. 173:
“La Sabiduría eterna quiere
que su Cruz sea la insignia, el distintivo y el arma de todos sus elegidos. En
efecto, no reconoce como hijo a quien no posea esta insignia, ni como discípulo
a quien no la lleve en la frente sin avergonzarse. Y exclama: “El que quiera
venir conmigo, que reniegue de si mismo, que cargue con su cruz y me siga
(Mt16,24)”
San Josemaría,
Meditación 29-IV-1963, Registro Histórico del Fundador, n. 20119, punto 13,
citado por Mons. Álvaro del Portillo en VV. AA., Santidad y Mundo. Estudios en
torno a las enseñanzas de san Josemaría Escrivá, Pamplona 1996, punto 286:
“Tú has
hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la
razón –la veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con
Cristo, es ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios”
Santa Catalina
de Siena; Cartas n.333:
“Anégate en la sangre de Cristo crucificado; báñate en su sangre,
sáciate con su sangre; embriágate con su sangre; vístete de su sangre; duélete
de ti mismo en su sangre; alégrate en su sangre; crece y fortifícate en su
sangre; pierde la debilidad y la ceguera en la sangre del Cordero inmaculado; y
con su luz, corre como caballero viril, a buscar el honor de dios, el bien de
su Santa Iglesia y la salud de las almas en su sangre”
Beata Isabel de
la Trinidad ,
El Cielo en la Tierra ,
día 3º:
“El
alma debe dejarse inmolar siguiendo los designios de la voluntad del Padre a
ejemplo de su Cristo adorado. Cada acontecimiento y suceso de la vida, cada
dolor y gozo es un sacramento por el que Dios se comunica al alma. Por eso ella
ya no establece diferencias entre semejantes cosas. Las supera, las trasciende
para descansar, por encima de todo, en su divino Maestro. El alma le eleva a
gran altura en la montaña de su corazón. Sí, le coloca por encima de las
gracias, consuelos y dulzuras que de Él
proceden. El amor tiene esa propiedad: ni se busca a sí mismo, ni se reserva
nada. Todo se lo entrega al Amado ¡Feliz el alma que ama de verdad! Dios queda
prisionero de su amor.”
Evidentemente,
esa madurez y grandeza interior, que se manifiesta en el sufrimiento, son
fruto, no de nuestras solas fuerzas, sino de la libre cooperación con la gracia
del Redentor crucificado, que actúa en medio de los sufrimientos humanos por su
Espíritu, transformando, en cierto sentido, la esencia misma de la vida
espiritual acercando hacia Él al hombre sufriente. Sólo Jesucristo puede enseñar, al hermano que
sufre, ese intercambio de amor que se esconde en el profundo misterio de la Redención.