16 de marzo de 2015

¡Descansemos en su Voluntad!

Evangelio según San Juan 4,43-54. 


Jesús partió hacia Galilea.
El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo.
Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.
Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún.
Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.
Jesús le dijo: "Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen".
El funcionario le respondió: "Señor, baja antes que mi hijo se muera".
"Vuelve a tu casa, tu hijo vive", le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.
Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía.
El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. "Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre", le respondieron.
El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: "Tu hijo vive". Y entonces creyó él y toda su familia.
Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea. 

COMENTARIO:

  San Juan nos narra aquí, en este Evangelio, uno de los milagros que Jesús realizó en Canaán. Seguramente, allí le conocían y habían oído hablar de Él; ya que, si recordáis, había convertido el agua en vino durante la boda a la que había asistido junto a su Madre. Y, lógicamente, ese suceso debió trascender la vida de la pequeña localidad. Desde entonces, habían seguido las noticias que llegaban sobre el Maestro; y muchos de los que habían acudido a las fiestas de Jerusalén, habían comprobado los prodigios que hijo de Dios había realizado.

  Ese funcionario real, del que nos habla el texto, tenía un hijo muy enfermo en Cafarnaún; y por su posición, podemos suponer que había agotado todos los medios que tenía a su alcance para conseguir una cura o una mejora para su pequeño. Él oyó hablar de que el Señor se encontraba en Galilea; y había escuchado los portentos que la gente le atribuía al Maestro. Por eso, “por si acaso”, y por si era cierto lo que los demás le habían comentado, no dudó en ir a su encuentro. Cómo veréis, ese hombre no se aproximó a Cristo como hizo aquel centurión, que tenía la seguridad de encontrarse delante del Todopoderoso. Y, por ello, le sugiere que se acerque a su casa, para curar a su hijo moribundo. Aunque os parezca mentira, esa frase encierra una fe que es incipiente e inicial; ya que todavía no es capaz de reconocer la majestad de Aquel que se encuentra en su presencia. Porque si hubiera sido así, cómo bien le dijo el romano, hubiera sabido que no hacía falta la presencia de Jesús; pues solamente con el deseo del Dueño de la Vida, la enfermedad hubiera abandonado el cuerpo del niño.

  Pero el Señor valora todo el esfuerzo de ese padre, que ha caminado los 33 Kilómetros que separan Cafarnaún de Canaán. Y, a pesar de que era un pagano de la corte del rey Antipas, había creído –sin entender- en la palabra de Jesús, antes de ver el milagro. Cómo a muchos, es el sufrimiento –propio o cercano- el que nos mueve a replantearnos la fe. Es justamente el dolor, el que nos pone en el camino del encuentro con el Maestro. Sin olvidar que, si no hubieran existido aquellos que dieron testimonio de lo que habían visto y oído, jamás se le hubiera ocurrido al funcionario, ir al encuentro del Hijo de Dios.

  Como le sucedía a aquel hombre, tal vez todavía no hemos comprendido bien y en profundidad que nos hallamos delante de la Encarnación del Dios vivo: Jesucristo. Que ver, oír, escuchar e interiorizar su Palabra, es asumir la Verdad divina y descubrir la realidad de un Padre, que se ha revelado a sus hijos, en el Hijo. Que pedir un milagro a Jesús, es aceptar que su voluntad está por encima de todos los hechos; y que, por ello, cada circunstancia de nuestra vida, si es fruto de una oración confiada, debe ser aceptada como lo mejor y lo más adecuado para nuestra salvación.

  El Señor no quiere ir a la casa del servidor real; y con su actitud pone a prueba la fe en su Persona. Pero aquel hombre, humilla la razón y aceptando su palabra, cree; volviendo a su lugar de origen, con la esperanza en su corazón. Tal vez no haya esa certeza, que era el fundamento en la fe del centurión; sin embargo ese hombre no ha permitido que la duda germine en su interior. Por eso al llegar y observar el milagro, certifica con los suyos el momento crucial donde el Maestro, dando testimonio de Sí mismo, curó en la distancia a su hijo. El milagro como siempre, es la conformación y la confirmación de una actitud rendida y anterior al hecho, del hombre a su Señor.

  Lo que Jesús nos pide constantemente en el camino de nuestra entrega, es que las plegarias que le dirigimos tengan la seguridad de ser escuchadas; y que si no son la consecuencia del cumplimiento de nuestros deseos, no pongamos en duda ni su amor, ni su poder, ni su misericordia. Al contrario, nos llama en todas las circunstancias dolorosas de nuestra vida, a que descansemos en su voluntad y aceptemos, sin ninguna duda, su Providencia.