22 de marzo de 2015

¡Responde a Dios, con valor!

ngelio según San Juan 12,20-33. 


Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos
que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús".
Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús.
El les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado.
Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.
El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna.
El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.
Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora!
¡Padre, glorifica tu Nombre!". Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar".
La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel".
Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes.
Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera;
y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí".
Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir. 

COMENTARIO:

  Vemos cómo en estas primeras líneas del Evangelio de san Juan, el Señor anuncia, de una manera velada, que la salvación -fruto de su sacrificio- está abierta a todos los hombres. Y lo hace, porque esos griegos que son representantes del mundo gentil, son recibidos e integrados por Jesús, como miembros del Nuevo Pueblo de Dios y sujetos de su próxima glorificación. Les explica que, para dar fruto, tienen que estar dispuesto a perder la vida; a renunciar a lo cómodo y lo propio, por amor al Señor y fidelidad a su voluntad. Cada minuto de la existencia de un cristiano, que toma ejemplo y se identifica con Jesús, debe ser un darse; un entregarse al servicio de los demás. Y porque la palabra prójimo significa proximidad, nuestra principal obligación será servir a los que nos rodean: a nuestra familia, a nuestros amigos, a nuestros vecinos…pensando que hacerlo, no es ceder nuestros derechos o minusvalorar nuestras capacidades; sino, interiorizando la Palabra divina, alcanzar nuestra felicidad a través de la de nuestros hermanos.

  Estamos llamados a seguir a Jesús, por todos los caminos de la tierra; sin olvidar que es imprescindible para un discípulo del Señor, contemplar su Rostro, en el rostro sufriente del prójimo. Que hemos de participar de la vida sacramental de la Iglesia, donde Cristo nos espera para gozar de su Presencia, en la recepción de la Eucaristía. Por eso el Maestro nos insiste en que seguirle es un compromiso que comienza en las aguas del Bautismo, y termina con nuestro último aliento, antes de partir. Sin olvidar que acompañarle nos conducirá, inexorablemente, al encuentro con la cruz. Él la soportó sobre su espalda llagada y sangrante, camino del Calvario; y lo hizo por tu amor y por el mío. Pero como conoce nuestras debilidades, nos entrega su Gracia para que seamos capaces de permanecer fieles en el dolor; ya que esos momentos difíciles de entender y soportar, son los preferidos por el Enemigo, para sembrar las dudas en nuestro interior.

  Jesús nos pide que le miremos clavado en el madero, perdiendo su Vida, en cada suspiro; ya que ése ha sido el medio –y no otro- escogido por el Padre, para redimir al género humano. Y lo eligió a pesar de saber que iba a ser un signo manifiesto de contradicción; pero también una señal inconfundible de su amor por el hombre. Ya que Aquel que está clavado en la Cruz, es el Verbo divino que ha asumido la naturaleza humana para que podamos morir con Él al pecado, y resucitar junto a Él a la Gloria. Por eso compartir con el Señor el dolor, por amor a su Nombre, es trascender ese sufrimiento –que ha sido fruto del pecado- y convertirlo en camino de salvación. Esa es nuestra esperanza y nuestra fuerza; es la causa de esa alegría cristiana, que afrenta a los que viven sin el preciado don de la fe.


  Es en ese momento, cuando Jesús desgrana lo que está por llegar, cuando el Padre da testimonio de su Hijo. Y no lo hace de una forma evidente cuya manifestación magnífica y sobrenatural forzaría voluntades, ya que eso haría innecesaria la búsqueda y el compromiso libre y personal. Dios quiere que creamos por la confianza en Aquel que se revela; por la semilla que el Espíritu ha sembrado en nuestro corazón y que requiere, para hacerla crecer, de nuestros cuidados: que la reguemos, arranquemos las malas hierbas, y protejamos ese fruto que se desarrolla en nuestro interior. El Señor quiere nuestra respuesta valiente, a su convocatoria ¿A qué estás esperando?