3 de marzo de 2015

¡Cristo no murió para eso!

Evangelio según San Mateo 23,1-12. 


Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:
"Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés;
ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen.
Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo.
Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos;
les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas,
ser saludados en las plazas y oírse llamar 'mi maestro' por la gente.
En cuanto a ustedes, no se hagan llamar 'maestro', porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos.
A nadie en el mundo llamen 'padre', porque no tienen sino uno, el Padre celestial.
No se dejen llamar tampoco 'doctores', porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías.
Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros,
porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado". 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, Jesús nos previene contra esa actitud que habían adoptado muchos de los escribas y fariseos, que enseñaban la Ley; y que consistía en decir, pero no en hacer. En conocer la teoría, pero ser incapaces de llevarla a la práctica; y, además, en cargar a los demás con unas obligaciones –totalmente innecesarias- que ni el propio Dios había dado. Evidentemente, el Señor no condena en general a todos los doctores de la Ley, porque algunos de ellos serán fieles seguidores del mensaje cristiano y, posteriormente, enseñarán los misterios del Reino.

  Nunca debemos olvidar que las promesas divinas del Antiguo Testamento, se han cumplido en el pueblo cristiano, la Iglesia; del que fue imagen y figura, el pueblo de Israel. Por eso, durante mucho tiempo fueron considerados los receptores del mensaje mosaico; ya que todos los discípulos –incluidos los Apóstoles- y el propio Cristo –el Mesías- pertenecían al pueblo escogido. Rezaban y participaban del culto en las sinagogas –salvo el Banquete Eucarístico, que se realizaba en las casas particulares, porque era el alimento específico de aquellos que habían recibido el Bautismo de Jesús- y se sentían totalmente judíos y herederos de la Alianza. Fue en Antioquía, si recordáis, donde recibimos el apelativo de cristianos y abrimos al mundo el mensaje de la salvación que, erróneamente, se encontraba centrado en unos pocos escogidos. El Espíritu Santo iluminó a los Apóstoles para que pudieran advertir que la finalidad de Israel, había sido dar al mundo un Redentor: que rescató a todo el género humano. La Misericordia divina jamás hubiera hecho acepción de personas; por eso para Dios, la liberación de los hombres debía estar abierta a todos los que, a través de su voluntad, decidieran alcanzarla.

  Ahora bien, en el texto también podemos observar cómo Jesús lanza unas duras acusaciones a todos los que teniendo una responsabilidad mayor, por el cargo que ocupaban, desarrollaron una conducta que estaba más interesada en aparentar que en vivir de acuerdo con la Verdad. Ahora y aquí, nos dice a nosotros que todos aquellos que en las aguas bautismales hemos recibido la filiación divina, y en Cristo nos hemos hecho hijos de Dios, tenemos delante de nuestros hermanos un compromiso ineludible en la tarea de la recristianización. Somos, porque así lo hemos decidido, el medio que el Padre utiliza para enseñar a sus hijos el camino de vuelta al Hogar. Y seremos juzgados si, por culpa nuestra, los demás se pierden en el bosque del error, la mentira y la muerte eterna.

  El Maestro nos insiste para que no actuemos como muchos que “dicen, pero no hacen”, ya que de cada uno, hablarán sus obras. Seremos conocidos, por nuestras actuaciones y ellas darán testimonio de nosotros, ante los demás. La doctrina cristiana siempre ha entrado en el alma de los hombres, por esa “ósmosis” que fomenta el buen ejemplo. Ya que es inútil dar un consejo inmejorable, si nosotros somos incapaces de cumplirlo.


  Y nos dice el Señor que lo primero que debe mover el alma de un cristiano, es la caridad y la humildad; unidas ambas virtudes en el  servicio a los demás. Por eso nos advierte el Maestro, ante el deseo de recibir honores y aceptar como propio un valor que proviene de la Gracia divina, contra ese orgullo que nos impide llevar a buen término la misión encomendada. Ya que al insistir en que no aceptemos títulos, nos indica de una forma muy gráfica, que sus discípulos deben huir de la soberbia del honor y entregarse a cumplir la voluntad de Dios. Que podemos ser directivos, rectores, políticos, médicos, labradores o asistentes del hogar; pero todos, absolutamente todos, tenemos una finalidad común que no es otra que, como siervos de Dios, servir a su Gloria para el bien de nuestros hermanos. Olvidar esto es haber perdido el sentido de nuestra vida; es haber extraviado el motivo de nuestro existir. Es, simplemente, permanecer en el error y ¡Cristo no murió para eso!