24 de marzo de 2015

¡Sólo tú y Dios, conocéis la respuesta!

Evangelio según San Juan 8,21-30. 


Jesús dijo a los fariseos:
"Yo me voy, y ustedes me buscarán y morirán en su pecado. Adonde yo voy, ustedes no pueden ir".
Los judíos se preguntaban: "¿Pensará matarse para decir: 'Adonde yo voy, ustedes no pueden ir'?".
Jesús continuó: "Ustedes son de aquí abajo, yo soy de lo alto. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo.
Por eso les he dicho: 'Ustedes morirán en sus pecados'. Porque si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados".
Los judíos le preguntaron: "¿Quién eres tú?". Jesús les respondió: "Esto es precisamente lo que les estoy diciendo desde el comienzo.
De ustedes, tengo mucho que decir, mucho que juzgar. Pero aquel que me envió es veraz, y lo que aprendí de él es lo que digo al mundo".
Ellos no comprendieron que Jesús se refería al Padre.
Después les dijo: "Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó.
El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada".
Mientras hablaba así, muchos creyeron en él. 

COMENTARIO:

  Este Evangelio intenso y profundo de san Juan, nos muestra a Jesús que, una vez más, manifiesta delante de los que le escuchan y, sobre todo de las autoridades judías –que le siguen para encontrar el momento y la palabra precisa que justifique su prendimiento-, su realidad divina. Y lo hace, advirtiéndoles que nunca encontrarán al Mesías, si persisten en su actitud de repulsa contra Él. Ya que si de verdad hubieran querido hallarlo, habrían abierto los oídos a su mensaje y los ojos a los hechos acaecidos; pero en realidad, no estaban dispuestos a admitir nada ni nadie, que no se ajustara perfectamente a sus expectativas: a ese guerrero –libertador político- que tenía que darles el dominio de la tierra.

  Jesús no encajaba en ese argumento de poder, en el que habían convertido las perspectivas mesiánicas; y de nada sirvió que el Maestro les mostrara su error, porque no les gustaba lo que escuchaban ni les bastaba lo que descubrían: que Israel era el pueblo elegido para traer la salvación a todos los hombres, ya que de ellos, nacería el Redentor. Que habían sido escogidos, por el propio Dios, para abrir al mundo las puertas de la Gloria ¡Qué pena que no les bastara!

  Pero cómo no hay más sordo que el que no quiere oír, ni más ciego que el que no quiere ver, fueron inútiles todos los argumentos y todos los milagros que confirmaban que no se podía encontrar al Mesías, si se le buscaba fuera de Jesucristo. Hoy, después de veintiún siglos, seguimos haciendo lo mismo y buscamos lejos del Señor, la Verdad de la vida; y, cómo ya nos advirtió entonces, seguimos sin encontrarla. Porque el que ha dado la espalda a Dios, está condenado a morir con su pecado. Es esa falta que parte de una voluntad libre que no desea indagar, para no encontrar. Que prefiere perderse en “pseudo” realidades que le satisfacen, y que a nada comprometen. Porque seguir a Jesús, cómo bien nos indica, es estar despegados de las cosas de esta vida, sobre todo de nuestra soberbia, y buscar en todas las cosas la Gloria de Dios. Es valorar aquellos actos que no tienen fecha de caducidad, y que no sobresalen en el día a día; pero que, sin embargo, repercuten en nuestra santidad y en el bien de la comunidad.  Y Jesús insiste en que, para ello y porque conoce nuestra debilidad, es necesaria su fuerza, que nos ayudará a vencer las dificultades. Que es imprescindible que le reconozcamos como el Hijo de Dios, y nos unamos a Él en los Sacramentos de la Iglesia.

  El texto deja bien claro, que sólo alcanzaremos a Cristo si de verdad le buscamos. Que Él no fuerza a nadie a caminar a su lado; pero que si decidimos hacerlo, es indispensable aceptar la verdadera identidad que se esconde en la Humanidad Santísima de Jesús; porque de esa realidad divina, tendremos que dar testimonio delante de nuestros hermanos. Y para que no nos quede ninguna duda, el Maestro se da a Sí mismo el término de “Yo Soy”, que lo identifica al Padre. Esa expresión bíblica, por la que Dios se dio a conocer a Moisés, cuando durante el Éxodo, el pueblo judío le pidió un nombre:
“Moisés replicó:
-Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga:
“el Dios de nuestros padres me envía a vosotros”, y
Me pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles?
Y le dijo Dios a Moisés:
-“Yo soy el que soy”-
Y añadió:
-Así les dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me ha enviado
A vosotros” (Ex. 3, 13-14)

  Tras esa explicación, tan clara como concreta, el Maestro revela en su Persona, el auténtico conocimiento de Dios. Es absurdo e inútil, seguir buscando al Altísimo, como antaño, en esas imágenes imperfectas de las que nos habla la creación, el hombre y los vestigios de sabiduría. Ya que, como anunció la Escritura, la Sabiduría se ha encarnado en Cristo, y ha manifestado su plenitud. Por eso, cuando aquellos hombres obcecados en su error, le preguntan: “¿Tú quien eres?”, no están dispuestos ni preparados, para abrir su corazón a la Verdad. Porque la respuesta a esa cuestión, que es el encuentro con la realidad divina y vital de todos los hombres, cambia radicalmente nuestra existencia. Nadie, absolutamente nadie, tras aceptar a Jesús de Nazaret cómo el Hijo de Dios, puede desoír su mensaje; ni dejar de comprometerse con su doctrina.


  El problema es que, cómo nos indica el Maestro, ha escogido como trono regio –por amor a los hombres- una cruz de madera desde donde ofrece a la Humanidad entera, la salvación. Pero ¡fíjate! Que a pesar de que el Señor advierte que el camino del cristiano no será fácil y que, como esa corona que le clavarán, estará lleno de espinas, nos dice el escritor sagrado que muchos creyeron en Él y se bautizaron. Y yo te pregunto ¿Te asustas ante la Verdad del Evangelio? O como aquellos ¿Estás dispuesto a servir a Dios, dónde y cómo quiera? ¡Sólo tú, y Dios, conocéis la respuesta!