22 de mayo de 2015

¡Preguntar a Dios!

15. PREGUNTAR A DIOS


   Casi siempre, a lo largo de la historia, la gente se ha alejado de Dios ante la visión del dolor y la incomprensión de la Bondad Divina  con la existencia del sufrimiento. Tal vez pocos, se han parado a pensar que Él no envía el sufrimiento, sino que la causa ha sido consecuencia de la fragilidad de la creación a causa del desorden del pecado. El dolor es un misterio que va más allá de las catástrofes naturales o de los males físicos; que no son culpa de nadie sino manifestación de la rotura entre un mal uso de la  libertad del hombre y el designio de Dios. Pero sólo si sabemos vivir en el Amor reparador de Aquel que nos salva, podremos reconvertir la experiencia del dolor en un bien mayor. Así, si queremos escuchar, Dios nos hablará en el sufrimiento, en la pérdida, al corazón, para que unidos a su Hijo amado, nos purifiquemos en el sufrimiento probando nuestra capacidad de amar en, y a pesar del dolor.

Nos lo recuerda el salmo 73 (Vg 72)* :

“¡Qué bueno es Dios con Israel, con los limpios de corazón!
Pero a mí, por poco me fallan los pies,
casi resbalaron mis pasos,
pues tuve envidia de los arrogantes,
al ver la prosperidad de los impíos.
Para ellos no hay sufrimientos,
sus cuerpos están sanos y rollizos.
No pasan las fatigas de los humanos,
ni sufren como los demás hombres.
Por eso el orgullo es su collar,
la violencia, el traje que los cubre.
Su malicia asoma por la grasa,
la traspasan los pensamientos del corazón.
Se burlan y conversan maliciosamente,
desde su alta posición dictaminan el mal.
Ponen su boca en los cielos,
pero su lengua camina por la tierra. 1 Por eso, están sentados en lo alto,
y las aguas rebosantes no les llegan.
Y dicen: «¿Cómo puede Dios saberlo?
¿Hay acaso conocimiento en el Altísimo?».
Fíjate cómo son los impíos:
siempre prósperos, aumentando las riquezas.
 Entonces, en vano mantengo limpio el corazón,
y lavo mis manos en la inocencia,
 porque soy golpeado cada día,
y castigado cada mañana.
 Si yo dijera: «Voy a hablar como ellos»,
traicionaría a la estirpe de tus hijos.
 Reflexionaba yo para entender esto,
pero resultaba fatigoso a mis ojos,
 hasta que entré en el Santuario de Dios;
entonces comprendí el final de ellos.
 En verdad, los pones en la pendiente,
y los haces caer en la ruina.
¡Cómo en un instante caen en la desolación,
 y se acaban, se consumen de espanto!
 Como al despertar de un sueño, Señor,
así, al levantarte, desprecias su ficción.
Cuando se agitaba mi corazón
y sentía punzadas en mis entrañas,
yo era un insensato y no entendía:
como un borrico era delante de Ti.
Pero yo estaré siempre contigo:
me agarraste con la mano derecha.
Me guías según tu designio
y después me acogerás en tu gloria.
¿Quién hay para mí en los cielos?
Estando contigo, nada deseo en la tierra.
Mi carne y mi corazón se consumen,
pero la Roca de mi corazón y mi lote
es Dios para siempre.
Es cierto: los que se alejan de Ti se pierden;
aniquilas a todo el que reniega de Ti.    
Para mí, lo mejor es estar junto a Dios.
He puesto mi refugio en el Señor, mi Dios
para anunciar todas tus obras
a las puertas de la hija de Sión.”


   Por eso, muchas veces, como el grano de trigo que debe morir para dar fruto; como la poda que hace al árbol más sano y vigoroso; como la uva que se la pisa para que de un buen vino, comprobaremos que sufrir al lado de nuestro Padre, nos fortalece.
No nos quita el dolor físico y moral, pero quita la angustia y la desesperación de la “sinrazón”, sobreviniendo la paz, como don de Dios al alma.

Nos lo recuerda San Josemaría en el punto 199 de Camino:

“Si el grano de trigo no muere queda infecundo. —¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? —¡Que Jesús bendiga tu trigal!”


   A su lado también aprendemos esa dimensión del dolor que necesita el perdón para sanarse, porque Cristo nos enseña, en su propio sufrimiento, a vencer el mal con el bien. Es el Amor de Dios: el perdón, el que repara el mal con su sufrimiento y permite que nada nos aleje y unidos a Él crezcamos en el valor redentor de la Cruz. De esa manera el ser humano crece en todas sus potencias cuando es probado en “el crisol del sufrimiento” y templado en el dolor, siempre que en todo ello esté unido al amor de Cristo.


   Quién busca caminar solo, posiblemente, ante el momento de la cruz cambie la esperanza por desesperación, la alegría en el dolor por la tristeza de la “sin razón”. De ahí, repito como vengo haciendo en todo el trabajo, la importancia vital para nuestros jóvenes educandos –ya sean hijos, amigos o alumnos- de hacerles llegar, para poder albergar una vida feliz, la Verdad del misterio del sufrimiento que se abre en Jesucristo

   Como nos dice S.S. Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvífici Doloris” en el punto 26, página 66:.

   “Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: “Sígueme”, “Ven”, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través del sufrimiento. Por medio de mi Cruz.”


   Por eso no se entiende qué es el dolor, razonando, sino creyendo; como efecto de la Gracia de Dios que nos abre al conocimiento de la fe y por ello a la vida sacramental de Cristo en la Iglesia. Sólo ante el amor manifestado en el dolor de Getsemaní, el hombre puede llegar a comprender que sufrir con Cristo es una respuesta de amor obediente al Padre, en el plano salvador de la Redención.

   San Pablo enseña, con su actitud, que el cristiano debe y puede imitar la disposición del Señor ante el dolor, (Col. 1, 24):

   “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col.1,24)


   Evidentemente, san Pablo no disfruta con su dolor, sino con lo que ese dolor conlleva: contribuir con su padecimiento a la salvación. La Cruz está íntimamente relacionada con la identificación con Cristo en la filiación divina. Sólo así el dolor y el sufrimiento se transforman en amor y alegría. A veces las personas cerramos nuestro corazón y nuestra mente a las respuestas divinas, cuando para comprenderlas, tal vez, deberíamos recordar que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y remirar en nuestro interior la manifestación del amor y del dolor humano, que siempre se dan la mano.


   Para ello solo hay que sacar a colación el amor maternal –chispa divina y colaboración con Dios en el acto de la vida; entrega generosa de lo que se es y lo que se podría llegar a ser- ese amor unido, desde el momento del parto al sufrimiento físico; amor rendido ante la enfermedad que nos une a la inquietud y al sufrimiento moral; amor que crece junto a la desazón de las incógnitas de la vida y la incapacidad de permanente protección; amor que lucha entre la obligación de causar dolor, como deber querido, o faltar al deber y deformar en la complacencia. En fin; que cuando el amor es verdadero siempre está íntimamente unido al sentido de la cruz, porque ambos forman parte de la propia naturaleza humana.


   Si amamos de verdad a los demás, no habrá mejor manifestación de ello, que transmitirles la fe que les permitirá trascender los momentos difíciles y asumirlos, con paz y si es posible con alegría; sabiendo que luchar al lado de Cristo, es tener la certeza de haber ganado la batalla de nuestra Vida, aunque eso conlleve la pérdida de nuestra vida.

   Santa Edith Stein nos lo recuerda en su libro “Amor por la cruz” en Obras Selectas página 260:

   “Así como el ser uno con Cristo es nuestra beatitud y el progresar en llegar a ser-uno con Él es nuestra felicidad en la tierra, también el amor por la cruz y la gozosa filiación divina no son contradictorias. Ayudar a Cristo a cargar con la Cruz  proporciona una alegría fuerte y pura, y aquellos que puedan y deban, los constructores del Reino de Dios, son los auténticos hijos de Dios. De ahí que la preferencia por el camino de la cruz no signifique que el Viernes Santo no haya sido superado y la obra de la Redención consumada. Solamente los redimidos, los hijos de la gracia, pueden ser portadores de la Cruz de Cristo.

El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la Cabeza divina. Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra y con todo reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reír y llorar y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: ésta es la vida del cristiano hasta el día que rompe el alba de la eternidad”.