18 de marzo de 2015

¡Vale la pena rectificar!

Evangelio según San Juan 5,17-30. 


Jesús dijo a los judíos:
"Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo".
Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre.
Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: "Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo.
Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados.
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo,
para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida.
Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán.
Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella,
y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre.
No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz
y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio.
Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió. 

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan podemos observar un largo discurso de Jesús, en el que nos revela la verdadera realidad del Padre; y, por ello, el poder que tiene de dar la vida, como Hijo. Ya que esa característica sublime le viene, directamente, de su condición trinitaria. En cada palabra y en cada hecho que realiza, muestra a los que le escuchan y contemplan esa identidad divina, que es parte integrante de su Ser. Cristo nos abre, con su mensaje, las puertas a ese Dios Trinitario que, por no alcanzar a comprenderlo, es rechazado totalmente  en la concepción del pueblo judío. Ellos no podían entender que esa frase de la Thóra: “Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno…” con la que reafirmaban la esencia de su fe en contraposición al politeísmo de esos pueblos que les habían rodeado, no estaba reñida con la concepción de un Dios que era Uno y, a la vez en su unidad, era Familia.

  No se puede hablar de Amor, cuando éste se vive en soledad; ya que se convierte en la búsqueda de uno mismo y por tanto, adquiere la concepción de egoísmo. La riqueza de Dios es, justamente, esas Tres Personas en las que se forma una relación amorosa que se funde en la propia unidad divina. El Padre toma, desde toda la eternidad, conocimiento de Sí mismo, en el Hijo. Y de esa relación que surge entre Él y su Conocimiento, procede su Espíritu de amor y sabiduría; de luz y de verdad.

  Cierto es que estamos tratando el misterio más grande, que encierra la fe de los cristianos; pero, en mi ignorancia, siempre me ha ayudado contemplar cómo funcionan esos elementos que, libres de solidez, se unen sin problemas. Tal vez, como a mí, pueda ayudaros a entender esa realidad que, justamente por ser divina, es trascendente, increíble, inimaginable, magnífica e imposible de abarcar. Pero me anima que en su amor por el hombre, el Señor haya querido hacer razonable nuestra fe; y, por ello, nos pide que no descansemos en la búsqueda de la Verdad, de la mano del Magisterio de la Iglesia.

  Imaginar tres caños de agua separados que sacian nuestra sed; uno está en la playa, otro en la montaña y otro en la ciudad. Pero si los unimos, solamente nos darán un chorro de la misma naturaleza y la misma propiedad. O tres cerillas, que sirven para iluminar, encender o incendiar, pero juntas sólo dan una llama, sin ningún tipo de distinción. Lo mismo podemos decir de tres recipientes que dan vapor de agua… todo aquello que no es sólido, puede unirse formando una unidad perfecta. Pues bien, en parte y simplificando las cosas, eso es lo que sucede con las Tres Personas divinas que, en su naturaleza espiritual, forman un solo Dios verdadero.

  Pero todo ese razonamiento que  el propio Cristo y la Iglesia han hecho con y para nosotros, desde el mismo momento de la efusión del Paráclito, fue visto como un despropósito por el pueblo de Israel. Cerraron sus ojos a la luz y sus oídos a cualquier explicación. Fueron incapaces de entender que Jesús de Nazaret no cambiaba ni una coma de la Ley, ni de su concepto de Dios, sino que lo llevaba a su total entendimiento y perfección. Por eso el Señor resalta su igualdad con el Padre y, a la vez, su distinción. Ya que todo su poder es el poder divino; y sus obras testifican su condición. Sin embargo, Él ha sido enviado a realizar, libremente, la obra de la Redención; y, a la vez y por ello, le ha sido dado el poder de juzgar a todo el género humano. De esta manera, Cristo es la primicia de nuestra resurrección, ya que Aquel que ha vencido a la muerte y es dueño de la vida, la entregará a todos los que, a través de las aguas del Bautismo, nos hagamos uno con Él.

  Los que decidimos participar del Cuerpo de Cristo, durante nuestra existencia, moriremos con Él y resucitaremos en Él a la Gloria. Porque somos hechos, por la Gracia, parte integrante de nuestro  propio Dios: somos familia cristiana. Y esto es así porque Jesús, perfecto Dios, ha asumido la naturaleza humana y, en ella, estamos todos y todas las generaciones pasadas y venideras; dispuestos a unir nuestra voluntad a la Voluntad divina.


  Pero el Maestro todavía dice más, ya que nos anuncia que ha recibido de su Padre el poder de juzgar. Y eso debe ser, si lo meditamos, un bálsamo que cure nuestra aflicción. Porque cuando contemplamos nuestras miserias y nuestras traiciones, uno teme ese momento final en el que deberá rendir cuentas de sus actos. Y eso, no os engañéis, es una realidad explicitada por el propio Jesús, en innumerables ocasiones. Pero si al hacerlo tengo enfrente Aquel que ha sido capaz de entregar su vida, por librarme de una muerte eterna, sé –sin género de dudas- que en el otro plato de la balanza estará el amor, la misericordia y la comprensión. Sin embargo, el Señor me avisa de que, en su bondad, dejará que yo elija mi futuro; por lo que yo podré decidir, a lo largo de mi vida, si aceptar o rechazar su Gracia. Si su Gracia es la Fuerza divina, y no hay más Fuerza que la que infunde el Espíritu Santo, despreciar sus beneficios y su favor es, indiscutiblemente, despreciar a Dios. Por eso Jesús nos dice que condenará a aquellos que se han condenado a sí mismos por su soberbia, su ignorancia culpable, o su desapego al Amor. ¡Todavía tenemos tiempo! Y vale la pena rectificar.