Evangelio según San
Juan 5,17-30.
Jesús dijo a los judíos:
"Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo".
Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre.
Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: "Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo.
Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados.
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo,
para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida.
Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán.
Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella,
y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre.
No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz
y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio.
Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
"Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo".
Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre.
Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: "Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo.
Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados.
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo,
para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida.
Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán.
Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella,
y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre.
No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz
y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio.
Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Juan podemos observar un largo discurso de Jesús, en el que nos
revela la verdadera realidad del Padre; y, por ello, el poder que tiene de dar la
vida, como Hijo. Ya que esa característica sublime le viene, directamente, de
su condición trinitaria. En cada palabra y en cada hecho que realiza, muestra a
los que le escuchan y contemplan esa identidad divina, que es parte integrante
de su Ser. Cristo nos abre, con su mensaje, las puertas a ese Dios Trinitario
que, por no alcanzar a comprenderlo, es rechazado totalmente en la concepción del pueblo judío. Ellos no
podían entender que esa frase de la Thóra: “Escucha Israel, el Señor es nuestro
Dios, el Señor es Uno…” con la que reafirmaban la esencia de su fe en contraposición
al politeísmo de esos pueblos que les habían rodeado, no estaba reñida con la
concepción de un Dios que era Uno y, a la vez en su unidad, era Familia.
No se puede
hablar de Amor, cuando éste se vive en soledad; ya que se convierte en la
búsqueda de uno mismo y por tanto, adquiere la concepción de egoísmo. La
riqueza de Dios es, justamente, esas Tres Personas en las que se forma una relación
amorosa que se funde en la propia unidad divina. El Padre toma, desde toda la
eternidad, conocimiento de Sí mismo, en el Hijo. Y de esa relación que surge entre
Él y su Conocimiento, procede su Espíritu de amor y sabiduría; de luz y de
verdad.
Cierto es que
estamos tratando el misterio más grande, que encierra la fe de los cristianos;
pero, en mi ignorancia, siempre me ha ayudado contemplar cómo funcionan esos
elementos que, libres de solidez, se unen sin problemas. Tal vez, como a mí,
pueda ayudaros a entender esa realidad que, justamente por ser divina, es
trascendente, increíble, inimaginable, magnífica e imposible de abarcar. Pero me
anima que en su amor por el hombre, el Señor haya querido hacer razonable
nuestra fe; y, por ello, nos pide que no descansemos en la búsqueda de la Verdad,
de la mano del Magisterio de la Iglesia.
Imaginar tres
caños de agua separados que sacian nuestra sed; uno está en la playa, otro en
la montaña y otro en la ciudad. Pero si los unimos, solamente nos darán un
chorro de la misma naturaleza y la misma propiedad. O tres cerillas, que sirven
para iluminar, encender o incendiar, pero juntas sólo dan una llama, sin ningún
tipo de distinción. Lo mismo podemos decir de tres recipientes que dan vapor de
agua… todo aquello que no es sólido, puede unirse formando una unidad perfecta.
Pues bien, en parte y simplificando las cosas, eso es lo que sucede con las
Tres Personas divinas que, en su naturaleza espiritual, forman un solo Dios
verdadero.
Pero todo ese
razonamiento que el propio Cristo y la
Iglesia han hecho con y para nosotros, desde el mismo momento de la efusión del
Paráclito, fue visto como un despropósito por el pueblo de Israel. Cerraron sus
ojos a la luz y sus oídos a cualquier explicación. Fueron incapaces de entender
que Jesús de Nazaret no cambiaba ni una coma de la Ley, ni de su concepto de
Dios, sino que lo llevaba a su total entendimiento y perfección. Por eso el Señor
resalta su igualdad con el Padre y, a la vez, su distinción. Ya que todo su
poder es el poder divino; y sus obras testifican su condición. Sin embargo, Él
ha sido enviado a realizar, libremente, la obra de la Redención; y, a la vez y
por ello, le ha sido dado el poder de juzgar a todo el género humano. De esta
manera, Cristo es la primicia de nuestra resurrección, ya que Aquel que ha
vencido a la muerte y es dueño de la vida, la entregará a todos los que, a
través de las aguas del Bautismo, nos hagamos uno con Él.
Los que
decidimos participar del Cuerpo de Cristo, durante nuestra existencia,
moriremos con Él y resucitaremos en Él a la Gloria. Porque somos hechos, por la
Gracia, parte integrante de nuestro propio Dios: somos familia cristiana. Y esto
es así porque Jesús, perfecto Dios, ha asumido la naturaleza humana y, en ella,
estamos todos y todas las generaciones pasadas y venideras; dispuestos a unir
nuestra voluntad a la Voluntad divina.
Pero el Maestro
todavía dice más, ya que nos anuncia que ha recibido de su Padre el poder de
juzgar. Y eso debe ser, si lo meditamos, un bálsamo que cure nuestra aflicción.
Porque cuando contemplamos nuestras miserias y nuestras traiciones, uno teme
ese momento final en el que deberá rendir cuentas de sus actos. Y eso, no os
engañéis, es una realidad explicitada por el propio Jesús, en innumerables
ocasiones. Pero si al hacerlo tengo enfrente Aquel que ha sido capaz de
entregar su vida, por librarme de una muerte eterna, sé –sin género de dudas-
que en el otro plato de la balanza estará el amor, la misericordia y la
comprensión. Sin embargo, el Señor me avisa de que, en su bondad, dejará que yo
elija mi futuro; por lo que yo podré decidir, a lo largo de mi vida, si aceptar
o rechazar su Gracia. Si su Gracia es la Fuerza divina, y no hay más Fuerza que
la que infunde el Espíritu Santo, despreciar sus beneficios y su favor es,
indiscutiblemente, despreciar a Dios. Por eso Jesús nos dice que condenará a
aquellos que se han condenado a sí mismos por su soberbia, su ignorancia culpable,
o su desapego al Amor. ¡Todavía tenemos tiempo! Y vale la pena rectificar.