25 de marzo de 2015

¡El Tesoro de Dios!

Evangelio según San Lucas 1,26-38. 


El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".
El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios".
María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó. 

COMENTARIO:

  Hace unos días contemplábamos la revelación que un Ángel le hacía a José, para que no tuviera miedo de recibir a su esposa; porque el Niño que llevaba en su vientre, era fruto del Espíritu Santo. Hoy, san Lucas desarrolla este mismo hecho, desde la perspectiva de la Virgen. Y lo hace exponiendo el misterio de la Encarnación, a través del enviado divino que aquí tiene un nombre: Gabriel; Aquel que está cerca de Dios y es su mensajero. Nos sitúa en un lugar: una pequeña aldea de Galilea, llamada Nazaret. Y nos describe a la destinataria: una humilde doncella, llamada María, que es a los ojos de Dios, la llena de Gracia.

  Ante todo se observa, en esos primeros instantes, que la lógica de Dios no tiene que ver nada con la de los hombres. El Padre no ha escogido, para realizar el milagro inmenso y magistral de la Encarnación, ni la mujer más bella, ni la más cosmopolita, ni la más independiente, ni la más rica… Él eligió, desde antes de la Creación, a una joven cuyo corazón vibraba por el amor a los demás; una muchacha entregada a la felicidad de los suyos, y como no había nadie más suyo que Dios, totalmente rendida a la voluntad divina. Fiel, sincera, amable y siempre dispuesta a comprender antes de recibir la explicación. Confiada a los planes del Señor y, por ello, considerada instrumento del Altísimo. Una persona modesta y sencilla, que escondía en su interior un corazón de oro puro. Esa riqueza que no tiene precio, porque no se puede vender ni comprar; y que proviene de la disponibilidad total del que se ha entregado a Dios, para que Dios sea el eje sobre el que giran todos los actos de su vida; tanto los que agradan, como los que no. Una mujer fuerte, como demostrará al hilo de los acontecimientos, que somete su querer –no por falta de carácter- sino por fe, esperanza y amor.

  Pues bien, a Ella, a la llena de Gracia, el Ángel le expresa el deseo de Dios: una acción singular, soberana y omnipotente, que evocará la Creación y los diversos momentos de la Escritura, cuando el Espíritu Santo descendió sobre las aguas, para dar vida; o cuando cubrió el Arca de la Alianza con una nube, durante la peregrinación del pueblo de Israel, por el desierto:
“En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y vacío, la tiniebla cubría la faz del abismo y el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas” (Gn 1,2)
“Entonces la nube cubrió la Tienda de la Reunión y la Gloria del Señor llenó el Tabernáculo” (Ex 40,34)

  Ahora, cómo veis, ocurre lo mismo: en medio del caos y el pecado ha sido enviado el Paráclito para que Dios plante su tienda, definitivamente, entre los hombres. Para que el Verbo, asumiendo la naturaleza humana de la Carne Santísima de María, se haga Hombre sin dejar de ser Dios. Para dar la Vida eterna, a todos los que estábamos muertos; y abrir la puerta de la salvación, a todo el que quiera cruzarla. Pero para llevar a cabo la obra de la Redención, el Padre precisa –porque así lo ha querido al entregarnos el don precioso y preciado de la libertad- del querer de María. Por eso Gabriel la informa, le desgrana los hechos; porque esos hechos van a representar desde el comienzo, una vida llena de dificultad y, en muchos momentos, de sufrimiento. Ella, como buena israelita, conoce los pasajes del Antiguo Testamento a través de los que el Ángel se expresa: ese “trono de David”; ese “reinará sobre la casa de Jacob”; ese “su Reino no tendrá fin”. Todos ellos revelaciones que han estado conectadas a las promesas divinas a Israel, de enviarles un Mesías; y con el anuncio profético del Reino de Dios:
“El imperio será engrandecido,
Y la paz no tendrá fin
Sobre el trono de David
Y sobre su reino,
Para sostenerlo y consolidarlo
Con el derecho y la justicia,
Desde ahora y para siempre” (Is 9,6)
“Tu casa y tu reino permanecerán para siempre en mi presencia y tu trono será firme también para siempre” (2S 7,16)
“Lo vislumbro, pero no es ahora:
Lo diviso, pero no de cerca:
De Jacob viene en camino una estrella,
En Israel se ha levantado un cetro” (Nm 24,17)

  María también domina todas aquellas profecías, pero no le pasan inadvertidas las que nos hablan del Siervo Sufriente de Isaías; de todas las que tratan de incomprensión, dolor y humillación. Sin embargo, su actitud es de entrega confiada, de disponibilidad a la misión encomendada y de descanso en la Gracia divina. Ante ella se ha abierto la profundidad del significado del Niño, como Hijo de Dios, y a pesar de la responsabilidad que le sobreviene, sabe que si el Padre se lo pide es porque le enviará la fuerza necesaria para ser fiel en cada momento, y en cada circunstancia. Ante ella, toda la Creación está a la espera de su decisión. Nos urge su respuesta, porque ya vivimos la desobediencia de la primera mujer –Eva- y ahora aguardamos la obediencia de la Virgen que, con su fe, vuelve a reconciliar a la Humanidad con Dios.


  En sus manos se ha puesto el precio de nuestra salvación; en sus labios, la redención de los que estábamos cautivos y atados a nuestro pecado. Y como no podía ser de otra manera, Aquella que Dios eligió desde antes de toda la eternidad, como Madre de su Hijo y, por ello, como Madre de la Humanidad, dijo que sí. ¡Ya estamos en la plenitud de los tiempos! Ya se han puesto en marcha los planes divinos, donde la muerte será vencida y se dará paso a la Vida de la Gloria. Y todo por una mujer…Ella es la culminación de la Revelación, en Cristo. Ella es el medio por el cual la serpiente ha sido vencida. Ella es el cumplimiento de las promesas que anunciaron un Salvador. Ella es un regalo que el Padre ha entregado a sus hijos, para que lo valoren, lo disfruten y lo compartan, como Mediadora perfecta entre Jesucristo y los hombres. ¿Sabes apreciar lo que tienes? ¿La estimas como ejemplo de disponibilidad? ¿La tratas? ¿Le pides consejo? Nadie, salvo el Padre, ha estado más cerca de Cristo ¡No lo olvides nunca!