6 de noviembre de 2013

¡Insiste para que entren!



Evangelio según San Lucas 14,15-24.




Al oír estas palabras, uno de los invitados le dijo: "¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!".
Jesús le respondió: "Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente.
A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: 'Vengan, todo está preparado'.
Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: 'Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes'.
El segundo dijo: 'He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes'.
Y un tercero respondió: 'Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir'.
A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, y este, irritado, le dijo: 'Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos'.
Volvió el sirviente y dijo: 'Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar'.
El señor le respondió: 'Ve a los caminos y a lo largo de los cercos, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa.
Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena'".



COMENTARIO:



  En este Evangelio de san Lucas vemos, como continuación al de ayer, que la figura del banquete adquiere ahora una significación peculiar ya que le sirve al Maestro para describir el Reino de Dios, que ya se halla entre nosotros. Con esta parábola, Jesús nos explica lo que todo el Antiguo Testamento nos ha ido presentando, de forma pedagógica, sobre la elección de Israel como pueblo mediador en la salvación del hombre; porque de él había de surgir el Mesías, que nos liberaría de la esclavitud del pecado y la muerte. Pero cuando estaba todo preparado y el Hijo de Dios se había encarnado, los primeros invitados al banquete –el Israel más distinguido- lo rechazó.



  El Padre no puede alterar la libertad del hombre en sus decisiones, por muy equivocadas que estas estén; pero sí puede, por su conocimiento total del tiempo y el espacio, repara los errores de estas decisiones. Es por eso que Dios fundó su Iglesia con todos aquellos miembros que, despreciados de Israel y paganos, decidieron unir mediante el Bautismo su vida y su destino al Señor, como miembros de la familia cristiana.



  El Reino de Dios se abre a la totalidad de los invitados, judíos o no, que sólo necesitan querer, para llegar a ser lo que en un principio estaba destinado a los hijos de Israel. Porque nunca hay que olvidar que todos aquellos miembros que conformaron la Iglesia primitiva, eran hijos de la Promesa. Eran judíos que habían descubierto en la humanidad de Cristo, la realidad divina escondida del Mesías anunciado. Los Doce Apóstoles; las mujeres santas; la Virgen María; Lázaro y sus hermanas; los discípulos de Emaús; Nicodemo… Tantos y tantos israelitas que hicieron realidad, con la venida del Paráclito, la transmisión de la salvación a través de la Palabra y los Sacramentos. Todos ellos, hijos de Abraham, que conformaron el lazo indivisible entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Iglesia que en los Doce Apóstoles, hace presente  las doce tribus de la antigua Israel; con la novedad de que ahora, las puertas se han abierto a todos los hombres que, no por raza, sino por libre elección, desean volver al seno del Padre, del que nunca debieron partir.



  La parábola adquiere un cariz muy especial cuando nos habla del apostolado y de la misión que tenemos todos los cristianos: ya que somos nosotros, los llamados a invitar a las gentes a participar del banquete divino.  Esa invitación, y creo que todos lo conocemos por propia experiencia, exigirá muchas veces sacrificar intereses humanos; y ante este hecho, serán muchos los que incapaces de valorar la grandeza que Dios nos ofrece, decidirán hacer oídos sordos e ignorar nuestros requerimientos. Ante esto, y acostumbrados a que todos nos hablen de no interferir en la libertad personal, puede suceder que muchos decidamos no continuar con nuestro celo apostólico.



  Pero precisamente, en este episodio evangélico, se reproduce una frase que nos puede parecer hasta violenta: “Obliga a otros a entrar”; manifestando el Señor, con la radicalidad de su palabra, la importancia que tiene pertenecer al Reino de Dios. No se trata, evidentemente, de violentar a nadie; sobre todo porque el propio Padre respetó la decisión equivocada del hombre, aunque no le libró de su responsabilidad. Si no de ayudar a nuestros hermanos a conocer la Verdad y que se decidan por el Bien; porque nada hay que esclavice más, que la ignorancia.



  Jesús nos llama desde estas páginas, a no desfallecer; a no sentir vergüenza de testimoniar nuestra fe. Porque sólo podremos obligar a los demás, con la fuerza de nuestra oración; con el sacrificio ofrecido por su conversión y, sobre todo, con una amistad que refleje el verdadero testimonio de una vida cristiana, que invite a compartirla con Cristo.