12 de noviembre de 2013

¡Todos somos servidores!



Evangelio según San Lucas 17,7-10.


Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: 'Ven pronto y siéntate a la mesa'?
¿No le dirá más bien: 'Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después'?
¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: 'Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber'".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas, el Señor nos habla de un concepto que parece que, en nuestros días, está totalmente desvalorado: la exigencia del servicio. De ninguna manera, Jesús recomienda ni aprueba el trato abusivo y desconsiderado entre el amo y sus sirvientes, que tanto se daba en aquellos momentos; no sólo en la sociedad judía que consideraba la enfermedad y la penuria económica como un castigo divino al hombre, por sus faltas cometidas; sino en la romana, que no sentía ningún respeto ante la dignidad humana de un esclavo, por no estimarlo ni siquiera como persona portadora de algún valor.

  Pero el Maestro aprovecha, como siempre, una situación común y habitual entre los que le escuchan, para extraer el mensaje que de verdad quiere transmitir: todos y cada uno de nosotros servimos a los demás por motivos muy distintos y, a veces, sin tener conocimiento de ello. Unos por obligación; otros, por amor; muchos, por conveniencia. Pero el ser servidores no es una humillación, sino una virtud que se asume desde la libertad interior, y que busca hacer feliz y cumplir, con responsabilidad, el deber que hemos adquirido. Los padres servimos a nuestros hijos para que, educándolos, lleguen a ser lo que están llamados a ser: unos maravillosos seres humanos. Los hijos servimos a los padres, para cubrir las necesidades que el tiempo les roba en esa historia que tiene, cada vez más, una corta fecha de caducidad. Los esposos se sirven mutuamente en la búsqueda permanente de la felicidad recíproca, que nada tiene que ver con la falta de problemas, sino con la actitud en su resolución. Los que trabajan al salario de alguien, responden ejerciendo un servicio responsable que cubre las expectativas por las que fueron requeridos. Aquellos que dan trabajo a sus asalariados, les servirán facilitándoles un entorno agradable donde desarrollar sus tareas; retribuyéndolos con justicia.

  No hay nadie que no sea servidor de otros; porque esa relación es, o debería ser, connatural entre las personas. Servir es ayudar, facilitar, ser capaces de responder a las posibilidades que otros han puesto en nosotros… En fin, servir es, para un cristiano, actuar de una forma coherente entre nuestro pensar y nuestro existir. Por eso Dios nos recuerda que, ante Él, tenemos una obligación adquirida de responder al compromiso alcanzado en el agua bautismal. Y que hacerlo no es un hecho que merezca la aprobación divina, sino un deber que si no se realiza, es causa de castigo por incumplir el plan de Dios. Ya que, de que nosotros actuemos conforme a nuestra obligación, dependen grandes cosas que estaban en el plano de la salvación; no sólo nuestra, sino de aquellos hermanos que el Señor puso en la trayectoria de nuestro existir.

  No tenemos ningún mérito por llevar a cabo la tarea que se nos encomendó; porque ese es nuestro deber. No podemos, como miembros de la Iglesia de Cristo, apropiarnos ningún valor que, en realidad, pertenece a la fuerza de la Gracia sacramental. Somos instrumentos libres, y por ello meritorios, de lo que Nuestro Padre tiene dispuesto en la historia de la Redención. Servir a sus planes es una actitud que debe ser innata al hecho de ser hijos de Dios; otra cosa será, hermanos míos, el amor que seamos capaces de transmitir en cada momento y circunstancia de su ejecución. Hasta qué punto hemos sido capaces de dar, dándonos, cuando se nos ha requerido cumplir con nuestro deber. Hemos de aprender que el ejemplo del “hasta donde”, que tantas veces preguntamos en nuestra mezquindad, lo pone Cristo en su enseñanza de que la mejor medida, es no tener medida. Ser capaces de una entrega total, que pasa por olvidarse de sí mismo por el bien de los demás.