11 de noviembre de 2013

¡Aprendamos del Resucitado!



Evangelio según San Lucas 20,27-38.




Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección,
y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda.
Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.
El segundo
se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.
Finalmente, también murió la mujer.
Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?".
Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan,
pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán.
Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él".



COMENTARIO:



Este pasaje del Evangelio de Lucas, recoge la argumentación típica que le hacían al Señor los maestros de la Ley de la época. Evidentemente, los saduceos le plantean a Jesús un caso teórico que extrajeron, seguramente, del Antiguo Testamento; donde se nos cuenta el episodio de los siete maridos de Sara, la esposa del hijo de Tobías:

“…Porque había sido dada en matrimonio a siete maridos, y Asmodeo, el perverso demonio, los había matado antes de que se hubieran unido a ella, como se suele hacer con una esposa…” (Tb.3,8)



Vemos de forma clara que, con la cuestión que esgrimen aquellos hombres, poco o nada habían comprendido de las palabras de Jesús. Ellos basaban su pregunta en un principio de la ley del Levirato, que les parecía que mostraba con claridad la imposibilidad de gozar de otra vida:

“Si varios hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la mujer del difunto no tendrá que ir fuera para casarse con un extraño: su cuñado irá donde ella, la tomará por esposa y ejercerá así la ley del levirato. El primogénito que de a luz llevará el nombre del hermano difunto, para que no sea borrado su nombre de Israel” (Dt. 25, 5-6)



Aquellos saduceos, como les ocurrirá en muchísimas ocasiones, se atienen a la interpretación literal de la “ley escrita” y no creen en la resurrección de la carne; sin darse cuenta que los fariseos, que compartían con ellos el gobierno del Sanedrín y la fidelidad a la Ley de Moisés, defendían un punto de vista totalmente distinto, ya que con la Escritura y la tradición en la mano, aceptaban la resurrección de los muertos recordando, por ejemplo, las palabras del profeta Daniel:

“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos, para la vida eterna, otros para vergüenza, para ignominia eterna” (Dn. 12,2-3)



Ante eso, Jesús enseña con palabras algunos aspectos de la resurrección; porque, evidentemente, todavía no ha llegado el momento en que esas palabras adquirirán el calificativo de certeza, al vencer a la muerte y regresar glorioso como primicia para todos los cristianos. El Señor aclara que la muerte da paso, para aquellos que la hayan merecido, a una vida eterna en y con Dios, que es el Ser por excelencia. El principio de aquel existir no será ya la carne con sus debilidades, pasiones y sentidos, sino la gloria donde todo el género humano se unirá en un gozo eterno, propio del amor sin egoísmos, que quiso Dios desde el principio de la creación para nosotros. La visión beatífica, es decir, tener a Dios con nosotros y poderlo ver “cara a cara,” manifestándose de modo inagotable a aquellos elegidos que hayan sido fieles a su llamada, será la fuente inmensa de nuestra felicidad y nuestra paz.



Nada tiene que ver lo que nuestra naturaleza humana nos pide en esta tierra, con la plena satisfacción que sentirá nuestra alma al poseer y gozar en plenitud del amado. Pero no olvidéis nunca, que a participar de la unión con Dios se aprende en esta vida a través de una frecuencia sacramental. No se llega al Señor de golpe, sino paso a paso, frecuentándolo a través de la oración; conociéndolo, mediante la lectura de la Escritura Santa; y gustando con Él todos los momentos, al recibirlo bajo la especie eucarística. Es aquí, donde comenzamos a unirnos a Dios, para al final de los tiempos gozar de su amor infinito. Es aquí, donde demostramos a Jesús que estamos dispuestos a soportar todas las dificultades para ser fieles a su Palabra. Es aquí, donde decidimos elegirle sobre todas las cosas y hacer de todas las cosas un camino de unión y salvación para nosotros y para nuestros hermanos. Es aquí, donde determinamos que la muerte deje de ser muerte, para convertirse en verdadera Vida.