7 de noviembre de 2013

¡Tracemos un plan!



Evangelio según San Lucas 14,25-33.


Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo:
"Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo:
'Este comenzó a edificar y no pudo terminar'.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?
Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas presenta a Jesús en un contexto propicio, rodeado de gente, donde el Señor puede explicarles que seguirle, como estaban haciendo, es algo más que saciar una curiosidad o el mero sentirse atraído por una doctrina. Que la Palabra de Dios es una pura trasformación que nos exige abrir el alma y desprendernos de todo aquello cuyo aprecio nos incapacita para recibir el Espíritu divino.

  Verdaderamente, algunas frases del capítulo pueden parecernos duras; pero el Maestro quiere que entendamos que ser cristiano encierra la radicalidad de la entrega. Muchas veces lo comparo al hecho de estar embarazada; no se puede estar un poquito o casi nada, ya que o se está o no se está. Se lleva una nueva vida en el vientre, o no se lleva. Pues bien, estas exigencias del Señor a todos aquellos que nos llamamos cristianos, hay que entenderlas dentro del contexto bíblico que reproduce y era tan común en el Antiguo Testamento; donde, por ejemplo, se nos dice que Dios amó a Jacob y odió a Esaú, cuando sabemos perfectamente que en Dios no puede haber un sentimiento semejante. Simplemente el escritor sagrado, como no escribe al dictado sino con su estilo particular, extremó sus palabras para que no quedaran dudas al hacer notar que Jacob era el elegido por Dios, y no Esaú.

  Aquí ocurre en parte lo mismo, ya que Jesús lo que quiere transmitirnos es esa preferencia que hemos de tener como discípulos suyos, ante las cosas divinas por encima de las terrenas. Y lo hacemos con esa elección decisiva de vida, sin componendas. Amamos a todos los que nos rodean, sobre todo a nuestros prójimos más próximos: las parejas, los hijos, los parientes, los amigos… pero sin consentir que su amor nos aparte del amor divino. Hemos de tener esa fortaleza, que muchas veces deberá luchar contra el deseo, para priorizar nuestros intereses; y no hay mayor interés para un cristiano que vivir en Dios y alcanzar, a su lado, la salvación. Nunca estar cerca del Padre, que es el que imprime en nosotros los valores que nos hacen mejores personas, puede separarnos de alguien que de verdad nos convenga. Muy al contrario; nos entregamos a los demás porque son el reflejo del proyecto trinitario, donde el ser humano se une por amor en un destino común.

  Vemos en estas dos comparaciones  posteriores: la del comienzo a edificar y la del rey que sale a guerrear, la ilustración de la decisión meditada que debe guiar el seguimiento de Jesús. Es tan importante, y tan difícil vencer las tentaciones diarias que el diablo sembrará a nuestro paso, que hemos de tener un mapa de ruta para poder alcanzar la meta trazada. La Iglesia, desde el principio de los tiempos, nos ha llamado a elaborar un plan de vida; es decir, tener pequeños espacios durante la jornada que nos sirvan para acordarnos de Dios, para tenerle presente y rectificar nuestra intención en los actos habituales que podrían separarnos de Él: ofrecerle una oración por la mañana; rezar el Ángelus al mediodía; leer un trozo de la Escritura; orar, encomendando y agradeciendo; hacer un pequeño examen de conciencia, al terminar el día. Situaciones que nos ayudan a divinizar las pequeñas cosas, convirtiéndolas en medio de santificación.

   Hemos de ser capaces de poseer todas las cosas de este mundo, sin ser poseídos por ellas; disfrutarlas y agradecerlas, porque Dios ha permitido que las tengamos, pero estando dispuestos a perderlas o abandonarlas sin tristezas, si en algún momento el Señor así lo dispone, o vemos que nos apartan de nuestra vocación cristiana. Todo en este mundo: personas, circunstancias, lugares, momentos, recuerdos… todo sin excepción, debe ser medio que nos conduzca a alcanzar la Redención en Cristo Jesús.