21 de noviembre de 2013

¡Nuestra misión; nuestra pasión!



Evangelio según San Lucas 19,11-28.


Como la gente seguía escuchando, añadió una parábola, porque estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el Reino de Dios iba a aparecer de un momento a otro.
El les dijo: "Un hombre de familia noble fue a un país lejano para recibir la investidura real y regresar en seguida.
Llamó a diez de sus servidores y les entregó cien monedas de plata a cada uno, diciéndoles: 'Háganlas producir hasta que yo vuelva'.
Pero sus conciudadanos lo odiaban y enviaron detrás de él una embajada encargada de decir: 'No queremos que este sea nuestro rey'.
Al regresar, investido de la dignidad real, hizo llamar a los servidores a quienes había dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno.
El primero se presentó y le dijo: 'Señor, tus cien monedas de plata han producido diez veces más'.
'Está bien, buen servidor, le respondió, ya que has sido fiel en tan poca cosa, recibe el gobierno de diez ciudades'.
Llegó el segundo y le dijo: 'Señor, tus cien monedas de plata han producido cinco veces más'.
A él también le dijo: 'Tú estarás al frente de cinco ciudades'.
Llegó el otro y le dijo: 'Señor, aquí tienes tus cien monedas de plata, que guardé envueltas en un pañuelo.
Porque tuve miedo de ti, que eres un hombre exigente, que quieres percibir lo que no has depositado y cosechar lo que no has sembrado'.
El le respondió: 'Yo te juzgo por tus propias palabras, mal servidor. Si sabías que soy un hombre exigente, que quiero percibir lo que no deposité y cosechar lo que no sembré,
¿por qué no entregaste mi dinero en préstamo? A mi regreso yo lo hubiera recuperado con intereses'.
Y dijo a los que estaban allí: 'Quítenle las cien monedas y dénselas al que tiene diez veces más'.
'¡Pero, señor, le respondieron, ya tiene mil!'.
Les aseguro que al que tiene, se le dará; pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene.
En cuanto a mis enemigos, que no me han querido por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia".
Después de haber dicho esto, Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas volvemos a observar como Jesús, cuando quería transmitir una enseñanza, lo hacía a través de parábolas que trataban sobre situaciones familiares y cotidianas para sus oyentes, facilitándoles así su comprensión. Aquí, el Señor trata sobre un hombre noble que se fue lejos, actualizando lo que había sucedido con Arquelao, hijo de Herodes, que a la muerte de su padre fue a Roma para ser confirmado en su título real. Ante la crueldad que el joven había demostrado, algunos nobles judíos acudieron al César para que no se lo concediera, mientras que algunos servidores se quedaron protegiendo sus propiedades. Evidentemente, estos últimos sabían, y temían, que deberían rendir cuentas a su señor en cuanto regresara.

  Aprovechándose de esta circunstancia, que era tan cercana para los israelitas, el Señor quiere corregir la visión humana que tenían sus discípulos sobre la manifestación gloriosa del Mesías y la instauración del Reino de Dios. Les explica que se llevará a cabo en el espacio de tiempo que su Padre haya establecido, y que desconocemos, sin olvidar que para Dios no hay tiempo; porque éste es una medida que los hombres hemos establecido para controlar la temporalidad de lo creado. Jesús les hace hincapié, en que verdaderamente vendrá como Rey glorioso para juzgar a vivos y muertos; pero que para sus fieles “servidores”, eso no debe ser causa de preocupación. Simplemente hemos de hacer fructificar esa herencia que nos ha encomendado, en el intervalo que Él considere oportuno.

  El Creador nos ha hecho usufructuarios de los bienes terrenos, para que los disfrutemos con orden y, sobre todo, los hagamos disfrutar a los demás; sin olvidar que, al fin de nuestros días nos los reclamará, ya que no son de nuestra propiedad.  Ni tan siquiera los grandes tesoros que forman parte de nuestro existir: la vida, la familia, la fe, la Gracia… Cada momento y circunstancia que compartimos, es una oportunidad para encender el ambiente en el que nos movemos con la llama del amor de Cristo, que llevamos en nuestro corazón.

  Tristemente y por regla general, los hombres aspiramos a mejorar  para poder ocupar un lugar más importante en nuestro engranaje social; trabajamos con ahínco para poder saciar nuestras inagotables necesidades, que no son otra cosa que el producto que otros han creado para que las necesitemos. Valoramos a todos aquellos que comparten nuestro entorno habitual, no por lo que son, sino por lo que aparentan ser. Pero Jesús nos advierte que todo esto, de nada nos servirá si no hemos sabido trascender su importancia real. Que un alto puesto en la sociedad, sólo debe ser fruto del ardor por cambiar el mundo a mejor; la lucha por poder elaborar leyes más justas que permitan participar a todos, de los bienes a los que tienen derecho. Que el hombre tiene muy pocas necesidades que saciar, salvo las primarias; y que las más importantes son aquellas que lo reafirman como hijo de Dios. Porque la verdadera necesidad que manifiesta el ser humano es alcanzar, y hacer alcanzar a sus hermanos, la salvación divina; producto del acto libre que surge del conocimiento y la voluntad, fortalecidos por la Gracia. Que el hombre tiene un valor intrínseco que nadie le da, salvo Dios al crearlo para que tenga comunión en Él. Esa es la máxima dignidad de la persona, que nada tiene que ver con su posición, apariencia o condición.

  Todo lo que el Padre ha hecho, son bienes que ha puesto a nuestra disposición para que los protejamos y los hagamos multiplicar; comenzando por esa tierra, esos mares, esos árboles y esos animales a los que hay que cuidar, para que en todo ello se vea la gloria de Dios. Nuestros hijos, nuestros amigos, los padres y los compañeros de trabajo… bienes que el Señor nos ha encomendado para que, cómo aquellos talentos de la parábola, los hagamos rendir en buenas obras que los acerquen a la presencia divina. Esa es nuestra misión; esa es nuestra obligación; y, como fieles servidores, esa debe ser nuestra pasión.