22 de noviembre de 2013

¡Seamos cristianos coherentes!



Evangelio según San Lucas 19,41-44.



Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella,
diciendo: "¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.
Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes.
Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios".


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, vemos como la comitiva que formaba Jesús y sus discípulos llega a un promontorio, donde se divisaba toda Jerusalén. Desde allí, el Maestro observa la belleza del Templo y unas lágrimas surcan su rostro. Es la congoja de su Humanidad Santísima, que sufre en silencio lo que conoce por su Divinidad Eterna: la destrucción de la Ciudad Santa, por parte de las legiones romanas mandadas por Tito, en el año 70. Ese signo, inevitable por la dureza de sus corazones, de la caducidad de la Antigua Alianza, será sustituida por la Nueva, que nacerá en el Calvario. Ese Cuerpo: Templo definitivo e indestructible, donde se cumplen las promesas y donde todos los seres humanos hallamos cobijo.

  Cuanto ha ansiado el Señor que “los suyos” lo recibieran; que hubieran sabido ver en su nacimiento, la “visita” de Dios a su pueblo y la llegada de su Mesías. Pero Jerusalén, que ha vivido tantos signos de Jesús, no ha sabido, o no ha querido, reconocerlo. Y el Maestro se entristece, porque ama aquel lugar que ha sido testigo de tantas oportunidades; de tantos profetas; de tantas ocasiones para volver su fidelidad a Dios. Le duele en Sí mismo, el dolor que va a su sufrir su pueblo; y más, cuando ese sufrimiento es fruto de su pertinaz y voluntaria ceguera y de la soberbia de unos hombres, que no admiten el error en la concepción de sus deseos.

  Desde estas líneas parece que el Señor se dirige de una forma increíblemente personal, a ti y a mí. En el lugar donde se encuentra también puede divisar con claridad la situación de nuestra alma y, posiblemente, la pena invada su sacratísimo Corazón. Él, que históricamente vino a buscarnos porque estábamos perdidos, para hacernos regresar a su lado. Que en su búsqueda no desestimó ni bajar a los infiernos, ni ahorrarse un segundo de sufrimiento por nosotros. Que renunció al reconocimiento de su aprecio, para que recobráramos nuestra dignidad. Él, que derramó hasta la última gota de su sangre para que tuviéramos vida eterna, tiene que ver en nuestras conciencias el abandono, la pereza, la lujuria, el desamor…con que cada uno responde a su sublime acto misericordioso.

  Jesús nos ha visitado como Salvador y nos enseña, por medio de la predicación de la Iglesia, el camino para alcanzar el Reino de Dios. Nos recuerda que cuando se fue, nos prometió que siempre permanecería a nuestro lado; y así lo ha cumplido a través de los Sacramentos. Nos ha entregado los medios para alcanzar su perdón y sólo nos exige que correspondamos con fidelidad a su llamada. No olvida el Señor como somos; nos conoce bien. Por eso, para ayudarnos a vencer nuestras debilidades, fruto del pecado original, nos envía su Gracia –que es la fuerza del Espíritu Santo-. Con Él, lo podemos todo; porque se nos han dado todas las posibilidades para poder escalar la montaña de la salvación. Y no lo hacemos solos, sino unidos por la cuerda de la fortaleza divina, al Hijo de Dios que no nos abandona jamás. Él nos sujeta, cuando perdemos pié; nos alienta, cuando desfallecemos por el cansancio del esfuerzo; nos consuela, ante las adversidades que hacen mella en nuestra esperanza. ¡No tengáis ninguna duda! ¡No hagáis “llorar” al Maestro! Está esperándonos al borde del sendero, para que le abramos la puerta de nuestro corazón, de nuestra intimidad. Y debemos tenerlo preparado; limpios los aposentos y con todo en orden, para que nuestro Dios pueda descansar y hacer morada en nosotros. ¡No le pongamos triste! Seamos esta Jerusalén que le recibió con ramas de olivo y le aclamó como su Redentor. Seamos esta Jerusalén que es primicia, como Iglesia, de la llegada del Reino a todos los hombres. Seamos fieles, seamos hogar, seamos cristianos coherentes.