17 de noviembre de 2013

¡Siempre adelante!



vangelio según San Lucas 18,1-8.


Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse:
"En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres;
y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: 'Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario'.
Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: 'Yo no temo a Dios ni me importan los hombres,
pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme'".
Y el Señor dijo: "Oigan lo que dijo este juez injusto.
Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar?
Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas contiene una parábola de Jesús que, sin duda, es un grito de esperanza para todos los hombres que, sobre todo en la dificultad, imploran a Dios. Contienen esas palabras del Señor una enseñanza muy expresiva sobre la necesidad de no desfallecer en la oración y sobre su eficacia; ya que si sabemos que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, sabemos que jamás nos puede mentir. Por ello, el Maestro quiere transmitirnos en su mensaje la necesidad de cultivar una virtud que, unida a la fe, es esencial para todos sus discípulos: la perseverancia.

  Esa es la capacidad que puede tener el hombre, con ayuda de la Gracia, para seguir adelante a pesar de los obstáculos, las dificultades y los desánimos. Es ese valor del ser humano que no se rinde jamás y que insiste en alcanzar, por muchas dificultades que se le presenten, todo aquello que ha propuesto a su voluntad. Para un cristiano, cuya meta máxima es llegar a la unión con Dios, no puede haber desidia ni desmotivación posible en el alto objetivo trazado para alcanzar la Redención. Por eso Jesús, desde este capítulo, nos llama a ser virtuosos en la seguridad de que nuestro esfuerzo, como ocurre siempre en las cosas de Dios, será recompensado con creces. Ya que clamar al Señor en nuestras necesidades no es un desahogo personal que tranquiliza el espíritu, sino el resultado de la seguridad de que tenemos un Padre que, en su amor, está pendiente de nosotros.  Que Aquel que ha sido capaz, para volvernos a tener en Él, de enviar a su Hijo para que padeciera un sufrimiento sustitutivo que correspondía al hombre, será incapaz de desatender una petición que surja de un corazón atribulado.

  Si de verdad creemos que “somos”, porque hemos estado siempre en el deseo divino; y que Dios nos ha dado la vida, porque nos ha llamado a compartir a su lado una misión sobrenatural, a través de la Iglesia Santa, hemos de estar convencidos de que, en su Providencia, cuidará de nosotros hasta los últimos minutos de nuestro existir. Que nada sucederá que no convenga, aunque en nuestra libertad muchas veces se lo pongamos difícil; y que, por ello, porque nos conoce y sabe que podemos y debemos elegir, desea que en la cotidianidad de la vida –no sólo en la dificultad- queramos compartir cada proyecto, cada ilusión y cada sueño, con la fuerza de su amor. Porque el amor divino no sólo consuela, sino que, a través del Espíritu Santo, ilumina nuestro entendimiento y nos hace ver la solución a nuestro problema; nos fortalece la voluntad y nos hace perseverar hasta conseguir lo que nos parecía inalcanzable; y nos llena de paciencia, permitiéndonos esperar el tiempo preciso para alcanzar aquello que se nos antojaba inaccesible.

  Es necesario vencer la pereza, que es una gran tentación, y levantar los ojos a Dios en todas las circunstancias de nuestra vida; no sólo en el silencio de nuestra alcoba, donde buscamos al Señor en la intimidad de nuestra conciencia, sino que cualquier momento y lugar puede ser el medio adecuado para acercar nuestra alma al Todopoderoso: cuando una dificultad en el trabajo nos parece insalvable; cuando nos cruzamos con un amigo que parece taciturno y preocupado; o cuando paseamos alegres, contemplando una puesta de sol. Todo nos habla de Dios, si queremos escuchar; y, por ello, desde cualquier sitio y lugar podemos entablar ese diálogo con el Señor que es, y debe ser, el centro de nuestro existir.

  Ahora bien, la parábola de Jesús termina con una frase que nos urge a todos en el corazón. Esa oración permanente que el hombre hace vida ¿se manifiesta en las obras de la vida del hombre? Porque toda oración contemplativa que no mejora la actitud del cristiano, es una fe muerta que no da testimonio de su eficacia. El cristiano se crece en las dificultades, porque cree firmemente en el poder de la oración. Vive con alegría sus diferentes y, a veces, difíciles circunstancias, porque sabe que sus súplicas humildes y confiadas recibirán la respuesta más adecuada, y en el momento oportuno, que convenga para nuestro bienestar y salvación. Sólo uniendo la oración a las obras y las obras a la oración, es decir, viviendo con la coherencia de la fe, seremos capaces de demostrar al mundo la fuerza de la esperanza de los que confiamos en Dios.