18 de noviembre de 2013

¡Somos atletas de Dios!



Evangelio según San Lucas 21,5-19.


Y como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo:
"De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido".
Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?".
Jesús respondió: "Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: 'Soy yo', y también: 'El tiempo está cerca'. No los sigan.
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin".
Después les dijo: "Se levantará nación contra nación y reino contra reino.
Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo.
Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre,
y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.
Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa,
porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir.
Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán.
Serán odiados por todos a causa de mi Nombre.
Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.
Gracias a la constancia salvarán sus vidas.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas comienza con la conversación que estaban manteniendo los discípulos acerca del Templo de Jerusalén. No es raro que trataran el tema, porque dicho Templo era de una belleza magnífica; estaba adornado con hermosas piedras, paneles de oro y la madera que habían utilizado para su construcción, era de cedro del Líbano. Herodes el Grande lo estaba reparando y había aprovechado para agrandarlo, dándole unas proporciones colosales que hacían del edificio el orgullo de cualquier judío de la época. Ante el diálogo que aquellos hombres mantenían, Jesús aprovechó para anunciarles un hecho que les dejó sobresaltados: la destrucción que iba a sufrir el Templo. Destrucción que, unos años más tarde llevaría a cabo el emperador Tito Flavio Vespasiano, cuando arrasara Jerusalén.

  El Señor les predica que, tras esta devastación, surgirán falsos mesías, guerras y revoluciones; pero que, ante estos hechos, todos aquellos que sean discípulos de Cristo deben mantener la paz y la serenidad. Porque no hay nada que desequilibre más al ser humano que el miedo y el terror hacia lo que se avecina. Esas sensaciones nos ofuscan y nos impiden pensar con claridad; nos impacientan y acabamos poniendo en duda principios que han sido cimientos en la edificación de nuestra fe.

  Esas vicisitudes se han vivido desde los albores de todos los tiempos; ya que los hombres, debido a su naturaleza herida, han luchado entre sí por mantener un resquicio de su soberbia personal; no soportar la envidia de un bien inalcanzable para ellos; o responder con violencia a la falta de argumentos. Por eso Jesús les anuncia que esas señales no son los signos de un fin inminente, ya que les advertirá más adelante, que para que eso se cumpla tiene que consumarse el “tiempo de los gentiles”. Pero lo que sí será, es un momento de muchos desastres donde los cristianos van a sufrir serias dificultades para poder expandir el Reino de Dios, que es la finalidad a la que todos los bautizados hemos sido llamados. Nos advierte Jesús que si somos fieles a nuestra vocación, tendremos que soportar persecuciones, incomprensiones y odios; pero, a su vez, nos promete la asistencia divina que, a través de la vida sacramental, nos dará la fuerza para salir victoriosos de esta prueba definitiva.

  Porque cada circunstancia, por ardua que sea y aunque nos cueste entenderlo, responde al plan de Dios y descansa en su Providencia. No podemos tener dudas de que las cosas suceden, no porque Dios las quiera, sino porque las permite al respetar nuestra libertad. De todos los problemas que creamos, Dios saca bienes mayores; y eso debe darnos una gran tranquilidad. Las persecuciones que se han dado a lo largo de la historia y que como nos anuncia el Señor, se darán con más intensidad al fin de los tiempos, han sido y serán una ocasión privilegiada para dar testimonio de la fortaleza de la fe de muchísimos cristianos. Y esa sangre vertida se convertirá en abono y semilla para los nuevos cristianos.

  Jesús asegura la victoria para aquellos que perseveren con paciencia en la tribulación sin desfallecer; y con la esperanza de que Dios no nos abandonará a nuestra suerte, sino que nos asistirá con su Gracia. Pero no podemos olvidar que las virtudes sobrenaturales que el Espíritu infunde en nosotros, se sostienen en esas virtudes naturales que, a través de nuestra liberad, hemos trabajado para educar el carácter: intentar ser paciente es una actitud que surge del hábito de la espera para poseer un bien. Ser fuertes es saber renunciar a lo bueno por un bien mayor que tal vez no nos apetece tanto, es el fruto de los pequeños abandonos de cada día donde nos negamos a satisfacer nuestras necesidades y caprichos. No hablamos de grandes cosas sino, por ejemplo, de retrasar un vaso de agua cuando tenemos sed. Ningún atleta ganaría una carrera, si primero no se hubiera entrenado, tonificando sus músculos, para resistir ese esfuerzo al que va a estar sometido. Pues en las cosas de la fe ocurre lo mismo; o nos preparamos por amor a Dios en la repetición de actos buenos que se convierten en virtuosos, o cuando llegue el momento de poner a prueba nuestra voluntad ésta estará tan acostumbrada a ceder al placer y al instinto, que fracasaremos sin dudarlo. Porque hay que recordar siempre aquellas palabras que nos repetía san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”