25 de noviembre de 2013

¡Señor, llévame contigo!



Evangelio según San Lucas 23,35-43.


El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: "Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!".
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre,
le decían: "Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!".
Sobre su cabeza había una inscripción: "Este es el rey de los judíos".
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros".
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: "¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él?
Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo".
Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino".
El le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso".

COMENTARIO:

  San Lucas nos transmite esos postreros momentos de Jesús, clavado en la Cruz por amor a los hombres, que tiene que sufrir todo el odio, la maldad y el desprecio de aquellos hombres a los que quiere salvar. Esos a los que habló y a los que se dirigió, para apartarles del pecado y devolverles la Vida de la Gracia; los mismos por los que lloró, ante su indiferencia; y por los que oró a su Padre, para que no los abandonara en su ceguera. Por todos: por ti y por mí, el Hijo de Dios apoya sus pies taladrados para, en un último esfuerzo,  aspirar una bocanada de aire que oxigene sus pulmones, mientras el dolor perfora su corazón y la tristeza inunda su alma.

  Abandonado, observa las mujeres que sujetan a María, para que no desfallezca; y posa su mirada sobre aquel discípulo amado, el más joven que, valientemente, es testigo del amor a su Maestro. Allí, en ese madero destinado a los delincuentes, el Hijo de Dios se ofrece para que cada uno de nosotros, representados en su naturaleza humana, podamos recobrar –si queremos- la dignidad perdida. Allí, entre dos ladrones, Cristo vive las actitudes que, desde que el mundo es mundo, los hombres adoptamos ante su presencia: o la aceptación total, que nos cambia la vida; o el odio visceral e irracional, que mueve a terminar con cualquier síntoma de su existencia.

  En este episodio del evangelio nos encontramos con dos hombres que han pecado, como muchos de nosotros. Con unos personajes a los que la vida, y su libertad mal entendida, han llevado a una existencia de delincuencia y desenfreno; como sucede con muchas personas, con nombre y apellido, que nosotros conocemos. Pero ante el encuentro con ese Jesús del madero, que sufre sustitutivamente por nosotros, ambos reaccionan de formas muy distintas: “el buen ladrón”, cuyo corazón no estaba corrompido a pesar de sus errores, muestra los signos del arrepentimiento y, reconociendo la inocencia de Jesús, hace un acto de fe. Al oír esas palabras, Nuestro Señor aboca todo su amor y le concede mucho más de lo que le pedía. Le entrega mucho más que el hecho de acordarse de él, uniéndole a su sacrificio redentor y prometiéndole que ese mismo día estará a su lado en el Paraíso. Ambos malechores se encontraban en la misma situación; pero mientras el dolor y la desesperación, endureció el corazón de uno, el otro acudió a Cristo con una oración confiada que obtuvo la promesa de su inmediata salvación. Como decía san Juan Crisóstomo, es curioso que entre los hombres a la confesión le siga el castigo; pero ante Dios, en cambio, a la confesión le acompañe siempre la redención.

  La palabra “paraíso” que el Maestro alude como el sitio donde va a llevarse al ladrón, es de origen persa y se encuentra en varios pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Jesús lo expresa como el futuro que le espera al arrepentido maleante, a su lado y de modo inmediato: la propia y total felicidad. Este pasaje también ha servido a la Iglesia para aclarar algunos conceptos erróneos que se tenían sobre la resurrección al final de los tiempos. En él, se nos indica que los elegidos no tendrán que esperar a la Parusía para ver a Dios; sino que, como manifiesta el Señor en este evangelio, los que mueran en Gracia disfrutarán de la visión beatífica divina, justo después de su muerte, en una escatología intermedia donde los justos gozarán de Dios y los condenados sufrirán las penas del infierno, así como los que se deben purificar en el purgatorio. Simplemente esta situación será ultimada, perfeccionada, tras la resurrección de la carne. El propio san Agustín nos dice que las almas son juzgadas inmediatamente después de la salida de sus cuerpos, antes de que se presenten al otro juicio, ya unidas a éste, para ser glorificados o atormentados con la misma carne que tuvieron en vida. Pero aunque todo esto pueda asustarnos, más pronto debe llevarnos a ocuparnos de las cosas del espíritu; recordando permanentemente que, como nos dice san Juan, seremos juzgados en el amor, por el Amor, y eso debe llenarnos de paz.