28 de abril de 2013

¡Así es Nuestro Señor!

Evangelio según San Juan 14,7-14.

Si me conocen a mí, también conocerán al Padre. Pero ya lo conocen y lo han visto.»
Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta.»
Jesús le respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo es que dices: Muéstranos al Padre?
¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Cuando les enseño, esto no viene de mí, sino que el Padre, que permanece en mí, hace sus propias obras.
Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanme en esto; o si no, créanlo por las obras mismas.
En verdad les digo: El que crea en mí hará las mismas obras que yo hago y, como ahora voy al Padre, las hará aún mayores.
Todo lo que pidan en mi Nombre lo haré, de manera que el Padre sea glorificado en su Hijo.
Y también haré lo que me pidan invocando mi Nombre.



COMENTARIO:



  Estos versículos del Evangelio de san Juan son de una intensidad profundísima, ya que en ellos Jesús afirma que Él es la Revelación del Padre: que conocerlo es conocer a Dios.
Cuantas veces he oído a muchos de mis hermanos, ante circunstancias difíciles de la vida, hablar sobre el silencio de Dios; sobre nuestro desconocimiento ante un Ser que parece pasearse por las alturas ajeno al sufrimiento humano. Justamente, el evangelista nos demuestra que no sólo el Padre no se desentiende de nosotros, sino que para salvarnos ha enviado a su Hijo amado para que muera por nosotros. Y ese Hijo, Jesucristo, manifiesta a los hombres que Él es el rostro de Dios. Que toda su vida, guardada en la Escritura Santa para el que quiera conocer, es Revelación del Padre; sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de obrar. No hay dudas, no podemos seguir esgrimiendo frases sin sentido cuando las respuestas salen de la propia boca de Nuestro Señor: “Quien me ve a Mí, ve al Padre” (Jn. 14,9).


  El problema es que el mensaje del Maestro no es una filosofía de vida, sino un compromiso vital que nos obliga a luchar contra nosotros mismos, contra nuestro egoísmo, para vivir en Cristo renunciando a todo aquello que nos separa de Dios y haciendo nuestro todo aquello que nos acerca a su amor: la entrega a nuestro prójimo.
Significa renunciar a ese “yo” que clama por erigirse en dueño y señor en aras de un “tu” que nos llama a compartir la vida. Significa amar a mis semejantes con ese amor de renuncia y entrega con el que nos amó Jesús de Nazaret.


  Y Jesús promete a sus Apóstoles, antes de partir de este mundo, que les hará partícipes de sus poderes para que la salvación de Dios se manifieste por medio de ellos. Muchos milagros se han dado en nombre del Señor, pero el principal ha sido la conversión y extensión de la fe cristiana mediante la predicación y la administración de los Sacramentos; ministerio efectuado por aquellos primeros discípulos del Maestro que, comenzando en Palestina, difundieron el mensaje de Jesús hasta los extremos de la tierra.
A los ojos de los hombres, aquellos primeros, no eran nada; unos cuantos pescadores, galileos para más señas, sin cultura ni refinamiento. Pero su fuerza era el amor incondicional hacia Cristo y la fe en el cumplimiento de su Palabra.


  Hoy ocurre lo mismo; tal vez nos acobardamos al contemplar nuestras miserias y nos sentimos incapaces de afrontar una tarea tan ardua como es predicar la Verdad del Evangelio en un mundo donde la mentira y el subjetivismo se han hecho regla de vida. Pero quizá es que hemos olvidado que nosotros somos pinceles en manos del pintor; que nuestro valor es la promesa eterna que Jesús nos hizo de quedarse con nosotros hasta el fin de los tiempos. Él pondrá las palabras en nuestra boca, si nosotros ponemos a su disposición nuestra persona, nuestro pobre corazón para que la Trinidad haga morada en él  a través de los Sacramentos recibidos.


  Creo que en estos momentos, quizás más que en ningún otro, recordar que Jesucristo –como nos dice el Evangelio- es nuestro intercesor en los Cielos, y que nos ha prometido que todo lo que le pidamos en su nombre nos lo dará, es una inyección de esperanza que debe ayudarnos a replantear nuestra vida. Pedir en su nombre significa apelar al poder de Cristo resucitado, sabiendo y creyendo que Él es omnipotente y misericordioso porque es verdadero Dios. Que ese Jesús, que ha dado su vida por nosotros, será incapaz de negarnos nada que no nos convenga; y por eso hay que pedir con la confianza de recibir lo mejor, aunque tal vez no sea lo que esperamos. Y eso, hermanos míos, es aprender a rezar.
Hemos de gritar a los cuatro vientos que no hay poder más grande que el de la oración: ese hablar con Dios donde le contamos nuestras penas y alegrías, aprendiendo a escuchar y observando la mano divina en todas las circunstancias que nos rodean.
¡Así es el Señor! Dispuesto a caminar a nuestro lado, a nuestro paso, esperando que le sujetemos con fuerza para no abandonarlo jamás.