4 de abril de 2014

¡Los ojos de la fe!



Evangelio según San Juan 7,1-2.10.25-30.


Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo.
Se acercaba la fiesta judía de las Chozas,
Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver.
Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar?
¡Y miren cómo habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías?
Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es".
Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen.
Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió".
Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan pertenece a la sección donde se recoge la actividad de Jesús en Jerusalén, durante la celebración de la fiesta de los Tabernáculos. El significado que este festejo tenía para los judíos,  centrado en el cumplimiento de la Ley de Moisés, se abría al nuevo orden, instaurado por Cristo, que poseía como fundamento la Gracia divina: El Padre envió a su Hijo, para la salvación de los hombres.

  El nombre de esta fiesta evocaba el tiempo que los hebreos pasaron habitando en tiendas de campaña, por el desierto. Esos momentos que el pueblo de Israel vivió, y por eso lo conmemoraban, bajo la protección de Dios a lo largo de aquellos cuarenta años de peregrinación, hasta la tierra prometida. Y justamente, por coincidir con la terminación de las cosechas, esta fiesta también recibía el nombre de la Recolección; dando gracias al Altísimo de los bienes recibidos. Se celebraban muchísimo y de acuerdo a los libros del Pentateuco, ya que todos sabían que era una de las tres grandes conmemoraciones del año, en la que debía participar cualquier varón israelita por mandato divino: “Tres veces al año celebrarás fiestas en mi honor…” (Ex 23,14)

  Jesús cumple la Ley, llevándola a su perfección; y es por ello que casi en secreto, porque sabe que todavía no ha llegado la hora de entregar su vida, asiste y participa esos días intensamente, intentando pasar desapercibido. Pero esa prudencia no está reñida con la coherencia y el deber de transmitir su mensaje salvífico; y ese será el motivo de que no desaproveche ni un momento ni una circunstancia para dar testimonio de Dios, de Sí mismo como su Hijo, y de la Verdad.

  Es como si el Maestro quisiera hacer un paralelismo entre aquellos momentos vividos durante el Éxodo del pueblo judío, y este peregrinar de todos los hombres a la casa del Padre. Allí, entre ellos, ese Dios que viajaba a su lado en el Tabernáculo, se ha hecho Hombre y camina por los caminos de Galilea, sube a Jerusalén y asiste a sus sinagogas, para que nadie quede sin alcanzar su Reino. En aquel entonces sólo una nube marcaba su presencia; presencia perceptible sólo por los ojos de la fe. Ahora El Señor les pide lo mismo: que sepan ver en las palabras y los hechos de su Humanidad Santísima, la naturaleza divina del Hijo de Dios.

  Cristo poseía la dignidad y la potestad de ser el revelador del Padre; pero aquellos jerosolomitanos, tenían dudas sobre su identidad. Muchos de ellos sabían que el Mesías nacería en Belén, y que sería de la estirpe de David; pero también estaban convencidos –y esa obcecación cerraba sus mentes-  que el Mesías se mantendría oculto hasta el día de su manifestación, donde los libertaría del yugo político al que estaban sujetos. El Señor sólo les pide que le juzguen rectamente y sin prejuicios; que intenten comprender el sentido profundo de sus obras, que hablan y testimonian su divinidad. Pero como ocurre siempre, no hay más ciego que el que no quiere ver, ni más sordo que el que no quiere oír; y por ello, ignorando sus palabras, intentarán prenderlo. No pueden asumir esa realidad, porque han cerrado su corazón a Dios y lo han abierto a sus intereses; considerando al Maestro, un blasfemo, al que quieren castigar con la muerte.

  Cómo bien sabéis, no consiguieron su deseo; ya que Jesús ha querido dejarnos bien claro, que a Él nadie le quitará la vida, sino que será Él –cumpliendo libremente la voluntad de su Padre- quien la entregará en el momento adecuado, por amor a los hombres. Pensemos en esta meditación, si nosotros reconocemos en las obras de Jesús, su condición divina. Porque aceptarlo nos exige una conversión moral y mental, donde nuestras obras deben ser el fiel reflejo de nuestra fe incondicional a Cristo Resucitado.