11 de abril de 2014

¡Escuchémosle!



Evangelio según San Juan 8,51-59.


Jesús dijo a los judíos:
"Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás".
Los judíos le dijeron: "Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices: 'El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás'.
¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?".
Jesús respondió: "Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman 'nuestro Dios',
y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: 'No lo conozco', sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra.
Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría".
Los judíos le dijeron: "Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?".
Jesús respondió: "Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy".
Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan expone un problema, por parte de aquellos que escuchaban al Señor, que sigue dándose con mucha frecuencia en nuestros días: la literalidad y la mala interpretación de las palabras de Jesús. No es de extrañar que cuando el Maestro funda la Iglesia, envíe el Espíritu Santo para que la ilumine y la guarde hasta el fin de los tiempos. Es en Ella donde está el depósito de la fe y el Magisterio seguro, que evita los múltiples y distorsionados análisis que dan paso a errores, que desfiguran la realidad divina.

  Los judíos entendieron que el Señor, cuando les hablaba de que los que escuchaban su palabra y la hacían vida, no morirían jamás, se refería a la muerte física; y, por ello, consideraron que era un mentiroso que se exaltaba a sí mismo y se ponía por encima de los patriarcas y los profetas. Ninguno de ellos estaba dispuesto a intentar comprender qué había detrás de aquel mensaje, en el que se hablaba de salvación. El problema era, que ninguno de ellos estaba dispuesto a nada; salvo a terminar con esa Voz que emitía un anuncio que requería el esfuerzo de su aceptación. Según Jesús, no les salvaba la Ley –que les daba seguridad- sino que era una elección personal, donde el hombre debía, con sus actos buenos, escoger a Dios y manifestar la fe, que su corazón profesaba. Y Él era el propio Dios hecho Hombre; por eso les pedía a aquellos hombres, que creyeran en Él.

  El Maestro les requiere para que observen sus obras, que ratifican sus palabras, ya que éstas denotan los signos del poder de Dios, que glorifica a su Hijo. Apela a los hechos de su caminar terreno, que significan el cumplimiento de las profecías mesiánicas en su Persona. Se presenta ante ellos, con los argumentos que le manifiestan como el Mesías Salvador, que Dios había prometido a los patriarcas. Y es por esto que trae a colación las primicias que Abrahán había recibido sobre el Redentor del mundo –a modo de un vaticinio- tanto en el nacimiento de su hijo Isaac, cómo cuando éste le fue devuelto vivo, después de que el Señor probara su fe, pidiéndole que lo sacrificara. Según algunas tradiciones judías, que tan bien conocía el Señor, Dios había mostrado a Abrahán el día de la salvación:
“Y Dios le dijo:
-No extiendas tu mano hacia el muchacho ni le hagas nada, pues ahora he comprobado que temes a Dios y no me has negado a tu hijo, a tu único hijo.
Abrahán levantó la vista y vio detrás un carnero enredado en la maleza por los cuernos. Fue Abrahán, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en vez de su hijo. Abrahán llamó a aquel lugar “El Señor provee”, tal como se dice hoy: “en la montaña del Señor provee”.
El Ángel del Señor llamó por segunda vez a Abrahán desde el cielo y le dijo:
-Juro por mí mismo, oráculo del Señor, que por haber hecho una cosa así, y no haberme negado a tu hijo, a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas; y tu descendencia se adueñará de las ciudades de sus enemigos. En su descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra, porque has obedecido mi voz” (Gn 22, 12-18)

  El Maestro simplemente quería que comprendieran, que esos acontecimiento que habían sucedido siglos atrás, prefiguraban los sucesos que iban a tener lugar en los próximos días. Había llegado el momento en el que por la obediencia del Hijo, el Padre –una vez cumplido el sacrificio de la Redención- Lo resucitaría; y ese carnero, dispuesto por Dios en la zarza, era una representación anticipada de Jesús, que tomaba el lugar del hombre, para salvarlo. Hoy, en Él, se abrían las puertas del Reino, para todos; y los descendientes de las promesas seríamos todos aquellos dispuestos a aceptar la fe en Jesucristo, que es la vida divina. Pero aquellos hombres seguían cerrando su mente a la Luz del Espíritu; y cada frase era tomada con un rechazo, que no admitía explicación; cada palabra los enervaba y los sublevaba, porque no tenían el corazón dispuesto a encontrar la Verdad que se escondía en el mensaje del Señor.

   Jesús no se asusta, ni cambia su discurso ante la actitud intransigente y poco conciliadora de los que le rodean; sino que, muy al contrario, aprovecha para hacer una observación que encierra la revelación de su divinidad: “Antes que naciera Abrahán, yo soy”. Otra vez esta expresión metafísica, que contiene la eternidad propia de la naturaleza divina. Es imposible, si no es por la Gracia de Dios, llegar a ver lo que está oscurecido por nuestra soberbia. El Maestro nos pide que tengamos fe; que creamos en Él, porque nos ha demostrado con hechos la veracidad de sus palabras. Que humillemos nuestro entendimiento, no para asumir algo impuesto, sino para comenzar a buscar con Cristo, la Verdad de su Persona. El que cree que lo sabe todo, no abre su mente al Conocimiento y se cierra a la Sabiduría divina. Ante Dios, sólo podemos intuir, lo que Él ha querido revelarnos; y no hay mayor revelación que la que Dios hizo con la Encarnación de su Palabra: Jesucristo. ¡Escuchémosle! Y no vallemos nuestro corazón con perjuicios adquiridos, que nos dificultan escalar con libertad la montaña que conduce a nuestra salvación.