9 de abril de 2014

¡El Ser por excelencia!



Evangelio según San Juan 8,21-30.


Jesús dijo a los fariseos: "Yo me voy, y ustedes me buscarán y morirán en su pecado. Adonde yo voy, ustedes no pueden ir".
Los judíos se preguntaban: "¿Pensará matarse para decir: 'Adonde yo voy, ustedes no pueden ir'?".
Jesús continuó: "Ustedes son de aquí abajo, yo soy de lo alto. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo.
Por eso les he dicho: 'Ustedes morirán en sus pecados'. Porque si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados".
Los judíos le preguntaron: "¿Quién eres tú?". Jesús les respondió: "Esto es precisamente lo que les estoy diciendo desde el comienzo.
De ustedes, tengo mucho que decir, mucho que juzgar. Pero aquel que me envió es veraz, y lo que aprendí de él es lo que digo al mundo".
Ellos no comprendieron que Jesús se refería al Padre.
Después les dijo: "Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó.
El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada".
Mientras hablaba así, muchos creyeron en él.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan vemos como el Señor, ante la actitud de repulsa que sentían hacia Él las autoridades judías, les advierte que se va a marchar al Cielo, de donde procede, y ellos continuarán –como así ha sido- esperando al Mesías. Pero no podrán encontrarlo, por más tiempo que pase, ya que lo han buscado fuera de Él. Y tampoco le pueden seguir, porque les paraliza la falte de fe en su Persona.

  Jesús vuelve a insistirles, con esa expresión de “Yo Soy” que tantas veces ha repetido, sobre su identificación con el Padre. Cristo manifiesta su condición divina, al asumir el apelativo con el que Dios se había revelado a Moisés, cuando el pueblo de Israel quería conocer su nombre:
“Moisés replicó:
-Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga:
“El Dios de vuestros padres me envía a vosotros” y me
Pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles?
Y le dijo Dios a Moisés:
-Yo soy el que Soy-
Y añadió:
-Así dirás a los hijos de Israel: “Yo Soy” me ha enviado a vosotros.
Y le dijo más:
-Así dirás a los hijos de Israel: “El Señor, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me envía a vosotros”. Este es mi nombre para siempre; así seré invocado de generación en generación” (Ex 3, 13-15)

  Ese nombre divino expresa, metafísicamente, la Causa de todo lo que existe: El Ser por excelencia, que nos da la existencia y nos sostiene en ella. Pero también indica la fidelidad de Dios, que mantiene su amor y su palabra, a pesar de las traiciones de los hombres; porque “Es” es inmutable en su Palabra y su Misericordia. Sólo seremos conscientes de ello, cuando comprendamos que el Verbo se ha encarnado para ser escarnecido, vilipendiado y muerto en una cruz, por amor al género humano. Sólo alcanzaremos el conocimiento del amor de Dios, cuando comprobemos en las llagas de Cristo, su fidelidad al compromiso adquirido en el Paraíso –ante el pecado de Adán y Eva- al prometernos un Salvador. Pronto, muy pronto, todos veremos al alzar nuestros ojos a la Cruz, que Jesús ha sellado la propuesta que Dios hizo al hombre, con su sangre divina; porque el Padre y Él son una misma Cosa.

  Esa pregunta que se hacen aquellos judíos, que oyen sin ánimo de escuchar y hacer suyo el mansaje del Maestro, es la misma que a lo largo de la historia se repetirán los hombres que no quieren buscar la Verdad, por miedo a encontrarla: “¿Tú quien eres?”. Jesús nos llama a todos, desde estas páginas del texto, para que abramos los ojos del corazón y profundicemos sobre la efectividad de nuestras respuestas, ante las cuestiones que nos planteamos sobre el hombre y el mundo. Nos pide que aceptemos esa libertad que nos ofrece sin prejuicios ni perjuicios, sin intereses creados, sin ataduras a nuestras propias pasiones; nos quiere señores de nosotros mismos y, por ello, dispuestos a andar por los caminos de la tierra, en busca de la Verdad que nos salva: Jesucristo. Porque sólo Cristo libera al hombre de lo que le limita, le disminuye o le destruye. Por eso ratifica su derecho y su deber, como Señor de la Vida y de la Muerte, de transmitir a los hombres la profunda realidad de Dios.

  Aquí el Maestro vaticina su propio sacrificio: esa Cruz que aceptará libremente y que será el trono de su soberanía; porque en ella vencerá al diablo y ofrecerá a los hombres el fruto de su salvación. Es en ese momento cuando aquellos hombres, si no hubiesen tenido su espíritu cerrado a la luz de Dios, hubiesen comprendido que ese Jesús, alzado en el madero, cumplía y hacía efectiva para siempre, la imagen del mástil que Dios hizo construir a Moisés en el desierto:
“Y Moisés oró por el pueblo. El Señor dijo a Moisés:
-Haz una serpiente venenosa y ponla en un mástil y
Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá” (Nm. 21,8)

O ese signo del Libro de la Sabiduría, que nos recordaba que, ante las plagas de langostas y serpientes –cuando el pueblo recurrió a Dios- el Señor les dio una señal para su socorro:
“Sólo fueron turbados por poco tiempo
Para que escarmentasen,
Teniendo un signo de salvación que les recordaba
El precepto de tu Ley” (Sb. 16,6)

  Aquí tenemos la verdadera señal de nuestra salvación: esa Cruz donde Jesús ha dejado que taladraran sus huesos, por nosotros. Ese es, y no debemos olvidarlo, el distintivo del cristiano que quiere dar testimonio de su fe. Llevémosla con orgullo, en un sitio que se vea. Pongámosla en nuestra casa, para que cualquiera que entre sepa que se encuentra en un hogar donde habitan discípulos del Señor; en nuestros trabajos, para que nos permita santificarlos; en nuestros bolsillos y en nuestras carteras, para que seamos capaces de responder en cada momento de nuestra vida, a su llamada. Sujetémosla con fuerza, sobre todo en la dificultad, y contemplemos su verdadero significado, que da sentido a nuestro existir. Hemos sido, por el Bautismo, crucificados en Cristo, para ser en Él, devueltos a la Vida en la Resurrección. Somos lo que somos: hijos de Dios en el Hijo, por su Gracia. ¡Demos testimonio de ello!