8 de abril de 2014

¡Las segundas oportunidades!



Evangelio según San Juan 8,1-11.


Jesús fue al monte de los Olivos.
Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos,
dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?".
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra".
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí,
e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?".
Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, viene a demostrar cómo es el juicio de Jesús, que no condena siendo el Justo; sino que atiende a todos y da siempre, segundas oportunidades. Bien se podría decir que la frase final del párrafo, encierra el contenido de todo su significado: “Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar.”

  No es que el Señor relaje las exigencias morales, como pensaron algunas personas rigoristas que no entendieron bien el texto, sino que el Maestro, que ha venido a cumplir la voluntad del Padre intentando no perder a ninguno de sus hijos, sabe que las circunstancias y las situaciones son atenuantes, para aquellos que saben encontrar lo mejor en el corazón de las personas. Pero hay una advertencia que no debemos ignorar y que debe ser cumplida: una vez el Señor nos ha dado la posibilidad de arrepentirnos y enderezar nuestra vida, hay que poner los medios y la voluntad para conseguirlo.

  Llama la atención, y creo que ocurre siempre lo mismo en todas las épocas y en todos los lugares, que aquellos que tienen más que callar, son los primeros en prejuzgar. Es como si a través de las miserias de los demás, justificáramos las nuestras. Aquellos hombres que estaban dispuestos a practicar la lapidación, como testigos del delito cometido por la mujer, participaban del pecado escondido y no manifiesto; considerándose a salvo de su culpa. Pero no contentos con esta actitud hipócrita y malsana, se permiten utilizarla para poner en un compromiso a Jesús. Lo que ocurre es que esa cuestión planteada por ellos desde un punto de vista legal, es elevada por Cristo a un plano moral, interpelando a su conciencia. Y es en ese lugar íntimo y personal, donde sólo el individuo y Dios tienen cabida, donde aquellos judíos comprenden que han sido descubiertos en sus más bajos instintos.

  El Señor no viola la Ley, porque sabe que fue dada para el bien de los hombres, pero recuerda a los hombres que esa Ley nunca puede estar por encima del verdadero fin por el que fue dictada: el del Amor divino. Por eso el Maestro les recuerda, al escribir sus pecados en el suelo, que no pueden condenar a muerte, aquellos que están muertos a la Vida. Que sólo Dios es capaz de poder juzgar el corazón de los hombres; porque sólo Él conoce en realidad, la verdad que se oculta en su interior.

  A través de ese texto tan esperanzador, el Señor nos anima a ti y a mí, a cambiar nuestras vidas. No importan los errores cometidos; porque eso pertenece a un pasado donde Dios, si nos arrepentimos, no quiere tener memoria. El Señor nos anima a volver a empezar; y, como aquella mujer, a levantarnos de nuestras propias miserias. Pero a la vez nos advierte, que no somos nadie para condenar; porque seguramente nosotros, en esas mismas condiciones y circunstancias, hubiéramos cometido los mismos errores.

  El Padre nos quiere conciliadores; capaces de transmitir a nuestros hermanos las múltiples ocasiones de cambio, que Dios nos propone mientras tengamos vida. Pero es necesario, y así hemos de comunicarlo para ser fieles al mensaje divino, arrepentirse para seguir los pasos de Nuestro Señor. Ahí está, porque Jesús no nos juzga, el Sacramento del Perdón. Es en ese lugar donde nosotros reconocemos nuestras faltas y, afligidos por ellas, nos acusamos delante de Dios. Nosotros debemos ser para nosotros mismos, los jueces más severos que abran su corazón para que penetre la Luz de Cristo y podamos observar nuestras miserias. Sólo así, con la humildad de nuestra realidad y la fuerza de la Gracia, podremos corregirlas.