15 de abril de 2014

¡Pase lo que pase, no huyas!



Evangelio según San Juan 13,21-33.36-38.


Jesús, estando en la mesa con sus discípulos, se estremeció y manifestó claramente: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará".
Los discípulos se miraban unos a otros, no sabiendo a quién se refería.
Uno de ellos -el discípulo al que Jesús amaba- estaba reclinado muy cerca de Jesús.
Simón Pedro le hizo una seña y le dijo: "Pregúntale a quién se refiere".
El se reclinó sobre Jesús y le preguntó: "Señor, ¿quién es?".
Jesús le respondió: "Es aquel al que daré el bocado que voy a mojar en el plato". Y mojando un bocado, se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote.
En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él. Jesús le dijo entonces: "Realiza pronto lo que tienes que hacer".
Pero ninguno de los comensales comprendió por qué le decía esto.
Como Judas estaba encargado de la bolsa común, algunos pensaban que Jesús quería decirle: "Compra lo que hace falta para la fiesta", o bien que le mandaba dar algo a los pobres.
Y en seguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Ya era de noche.
Después que Judas salió, Jesús dijo: "Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él.
Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto.
Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Ustedes me buscarán, pero yo les digo ahora lo mismo que dije a los judíos: 'A donde yo voy, ustedes no pueden venir'.
Simón Pedro le dijo: "Señor, ¿adónde vas?". Jesús le respondió: "A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, pero más adelante me seguirás".
Pedro le preguntó: "¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti".
Jesús le respondió: "¿Darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan comienza con la afirmación de Jesús, sobre la traición de Judas; y el sentimiento que ese hecho le produce. Se estremece ante la actitud que va a tomar aquel al que ha llenado de beneficios: al que le ha lavado los pies; le ha reprochado con discreción, y le ha buscado para ganarse su corazón. Y hasta ahora, en el último momento, le invita con un trozo de pan a enmendar sus perversas maquinaciones. Pero, como sucede muchas veces, las personas malas reciben cosas buenas, con mala disposición; y, por ello, lo reciben para su perdición.

  A Jesús le aflige esa deslealtad y esa conspiración, que será la perdición del propio apóstol. Y le acongoja porque en el fondo, y como sucede siempre, cuando desobedecemos a Dios y perdemos pie en el camino de regreso a la Casa del Padre, los más perjudicamos somos nosotros. Terminamos angustiados, cansados y magullados en el alma, por los golpes que nos atestan las piedras que encontramos en el duro sendero de la vida. Hasta el final, a Cristo lo que más le duele, es el dolor del hermano.

  Pero en ese anuncio de la traición de Judas, resalta por contraste, el amor recíproco de Jesús hacia el discípulo amado que estaba sobre el pecho del Señor. Para entender esta situación, debéis tener en cuenta la costumbre de la época en la que los comensales estaban recostados para comer, sobre el codo; y lo hacían en divanes donde se encontraban varias personas, situados alrededor de una mesa central, en la que se ponían los alimentos. En ese momento, en que uno de los suyos va a cometer la mayor de las infamias, el Padre le permite al Hijo recibir ese bálsamo de ternura que es sentir el amor de los tuyos, muy cerca del corazón. En estos días –hoy mismo, si puede ser- cuando hagas tu oración, cierra los ojos y acércate al Señor; pídele que abra sus brazos y te cobije en ellos. Siente la tristeza y el dolor del desamor que está viviendo, y prométele que lo suplirás con creces. Bésale, ámale, entrégate… Dile que quieres ser su discípulo, en esas circunstancias difíciles que están por llegar. Y observa con horror, lo que es capaz de hacer el diablo en nosotros cuando, como Judas, nos abandonamos a la tentación.

  La indicación que hace el texto de que “era de noche”, alude a las tinieblas del pecado, que no nos permiten ver y disfrutar de la luz de Cristo. Pero esa infamia que va a acontecer, fue el medio que Dios  utilizó para la glorificación de su Hijo, a partir de la exaltación en la Cruz. Y, aunque parezca mentira y sea causa de escándalo para muchos, ese calvario que está por llegar será el comienzo de su triunfo sobre el mundo, el diablo y la muerte; cumpliéndose ese lema de vida que tantas veces hacemos nuestro: Todo lo que el Señor permite, es para nuestro bien.

  Jesús quiere que nos quede claro, pero muy claro, antes de entregarse a su Pasión, que sus discípulos deben resumir toda su doctrina en la aplicación de un solo Mandamiento, que será el distintivo de todos los cristianos: el Mandamiento Nuevo del Amor. Si no lo imprimen a fuego en su interior, no serán capaces de perdonar los sucesos que están por llegar. Quiere que amemos hasta que nos duela, porque sólo así seremos capaces de alcanzar la felicidad de un alma, que no guarda rencores. Y el Maestro insiste en que todos podemos bautizarnos, cumplir con la Ley divina, orar y dar limosna; pero lo que de verdad nos distinguirá como fieles hijos de Dios, será la caridad que tengamos con nuestros hermanos: con los que se lo merecen y con los que no. Y la medida de ese amor es, según Cristo, amar sin medida; porque Él puso como ejemplo su corazón, que se entregó al suplicio por todos.

  También nos anuncia el texto esa actitud de Pedro, que tiene un entusiasmo ardiente pero poco firme, fruto del orgullo y del desconocimiento de su debilidad. El Señor le dejará ver que sólo cuando se humille, ante su negación, adquirirá la fortaleza para considerarse digno de morir por su Maestro. Porque ese será el momento, como lo es también para nosotros, en el que comprobará que sin la Gracia de Dios es incapaz de responder a la llamada divina; a vivir con fe y coherencia su vocación. Pedro lo aprendió con su fracaso y el derramamiento de sus lágrimas; por eso, lloremos nosotros también, arrepintiéndonos de nuestras muchas traiciones; y prometámosle al Señor que recurriremos a su auxilio –los Sacramentos- para recibir su perdón y alcanzar la Luz que nos guía a su lado. Sólo si amamos a Cristo, seremos fieles; y sólo le amaremos, si le conocemos en profundidad. Sumérgete en la Escritura Santa; acompaña al Señor como uno más de aquellos que caminaron junto a Él por Galilea, y pasaron las fiestas a su lado en Jerusalén. Acércate y sujeta con firmeza su mano; pase lo que pase, no la sueltes, no huyas, porque vienen momentos difíciles en los que el Hijo de Dios ha querido necesitarnos.