21 de abril de 2014

¡Resucitó!



Evangelio según San Juan 20,1-9.


El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Juan, el relato del testimonio de María Magdalena y el de los discípulos, acerca de la Resurrección gloriosa de Cristo. Con el mismo contenido, pero haciendo hincapié en matices distintos, los cuatro evangelistas se hacen eco del suceso más increíble y maravilloso, que da sentido y responde al núcleo de nuestra fe. Y lo hacen con la revelación de lo que han visto y han oído, referido a dos realidades: la primera, el sepulcro vacío y los elementos que certifican los hechos ocurridos. La segunda, las apariciones que sobrevendrán de Jesús resucitado.

  San Juan destaca, que la primera en encontrar quitada la piedra del sepulcro, fue María Magdalena. Y ocurrió así, porque en su corazón hervía la impaciencia por ir a dar a Jesús, sus últimas muestras de cariño. Habían tenido que enterrar con prisas al Maestro; sin cuidar el sepelio como su dignidad requería; sin poner los óleos aromáticos a su Cuerpo destrozado. La mujer siente la necesidad de acercarse a su Señor, aunque le separe de Él una roca; porque el amor, si es verdadero, supera todas las dificultades. Y el Jesús ha querido que su cariño sea recompensado, escogiéndola como el primer testigo de su gloria. A ella, que fue despreciada y vilipendiada por aquellos que se aprovecharon de su situación. A ella, que fue considerada un despojo entre las mujeres; e intentaron lapidarla. A ella, por su amor, su entrega y su arrepentimiento, el Señor le da la oportunidad de ser recordada, a través de todos los siglos, como la que encontró la tumba abierta, a la espera de su confirmación. María será para todos nosotros, ejemplo de rectificación y fidelidad a la Persona de Cristo y a su mensaje. Será imagen de qué no importan los errores cometidos para el Señor, si sabemos recomenzar una vida a su lado, renunciando al pecado.

  Pero María es humilde, y antes de poner los pies en el lugar donde ha yacido Cristo, va en busca de los apóstoles. Que escena tan bonita ésta, que nos muestra al discípulo amado corriendo, al lado de Pedro, en busca de su Señor. Y cómo al más joven, la impaciencia del amor le pone alas a sus pies; aunque, sin embargo, espera y respeta la autoridad del Pontífice. Ellos son los primeros en entrar y percibir los detalles externos que mostraban que Cristo había resucitado: estaba el sepulcro vacío; pero, a parte, los lienzos y el sudario estaban “plegados”, nos dice el texto de forma literal, que estaban “yacentes”, “aplanados”, “caídos”. Si alguien se hubiera llevado el Cuerpo de Jesús, si lo hubieran robado, lo habrían transportado, con las prisas, con el mismo sudario; no se hubieran entretenido en quitárselo. Pero, de haberlo hecho, hubieran tenido que desenrollarlo y hubiera sido imposible dejarlo en las condiciones que estaban. Por eso nos dice el texto: “Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó”.

  Cristo ha querido dejarles unas señales perceptibles a sus sentidos para que, como ocurre siempre en las cosas de Dios, sepan que su fe es razonable y puede tener efectos comprobables por la experiencia. Ahora bien, creer en la Resurrección es someter la inteligencia ante lo que la razón nos descubre como increíble y sobrenatural. Es, sin lugar a dudas, poner nuestra confianza en Aquel que nos trasciende; ya que no hay explicación posible para este misterio, salvo las promesas de Jesús a lo largo de su ministerio, y el testimonio de la Sagrada Escritura. Ahora, ante lo que aquellos hombres contemplan, se cumple la Palabra que comenzó su andadura en Belén de Galilea. A partir de este momento, los apóstoles y los discípulos desgranarán cada frase del Maestro y comprenderán, con la ayuda del Espíritu Santo, que en ese sepulcro vacío se ha hecho realidad las promesas de Dios: el Hijo vive, para que nosotros tengamos para siempre –si queremos- vida en Él.