15 de abril de 2014

¡Dile que sí!



Evangelio según San Juan 12,1-11.



Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado.
Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales.
María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume.
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo:
"¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?".
Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella.
Jesús le respondió: "Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura.
A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre".
Entre tanto, una gran multitud de judíos se enteró de que Jesús estaba allí, y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado.
Entonces los sumos sacerdotes resolvieron matar también a Lázaro,
porque muchos judíos se apartaban de ellos y creían en Jesús, a causa de él.


COMENTARIO:

  Con este pasaje que vamos a meditar hoy, y el de la posterior entrada de Jesús en Jerusalén, se cierra la sección que incluye la primera parte del Evangelio de Juan, que se ha centrado en la revelación que el Señor ha hecho de Sí mismo y, por ello, del Padre. Hoy el Maestro anunciará a los suyos, a través de los hechos que van a ocurrir, que la unción de Betania y los “Hosanna” que los israelitas proferirán, son un preámbulo de su muerte redentora y su glorificación, una vez resucitado. Que llega a su fin la invitación personal de Cristo, por la que muchos creyeron; pero  otros, incomprensiblemente, prefirieron la gloria de los hombres. Tal vez pensamos, ante la dificultad que a veces sentimos de ser fieles al mensaje de Jesús, que si hubiéramos estado a su lado y hubiéramos podido compartir con Él su caminar terreno, todo sería distinto. Pero la experiencia nos enseña que eso no es así. De los que vieron, oyeron y participaron, no todos abrieron su corazón al Señor. Porque entonces, como ahora, hacerlo significaba comprometerse; estar dispuestos a cambiar, a abandonar viejas costumbres adquiridas y placenteras, por aquellas que les hablaban de entrega y responsabilidad, y muchas veces, de dolor.

  Vemos aquí como el Maestro visita, otra vez, a sus amigos de Betania; porque la Humanidad de Cristo necesita del amor y la proximidad de los que le quieren, y a los que Él ama profundamente. Sabe, por su Divinidad, que se acercan esos momentos en los que el dolor, el desprecio, la mentira y la incomprensión, van a ser sus únicos compañeros de viaje. Por eso el párrafo nos habla de esa unción, que tuvo lugar durante la cena, y de la que también nos han hablado Marcos y Mateo; pero que en san Juan, por su forma de ser, se desarrolla de una forma más personal, indicándonos con detalle el nombre de la mujer que unge –María- y la del hombre que murmura contra ella –Judas-. Cristo hace en él, por primera vez, referencia a su sepultura; sugiriendo, ante la presencia de Lázaro al que resucitó, que va a morir para dar la Vida a los hombres:
“-Dejadle que lo emplee para el día de mi sepultura, porque a los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis-“.
Jesús anuncia, veladamente, la proximidad de su muerte; y hasta deja entrever que será tan rápida, tan injusta –no tendrá ni un juicio como los demás, sino que se presentará ante el Sanedrín de noche- y tan inesperada, que no habrá tiempo de embalsamar su Cuerpo con aromas y ungüentos, como hacían los judíos.

  ¿Qué debía sentir el Señor ante los acontecimientos que se avecinaban y que Él tan bien conocía? ¿Sentiría su alma Humana la congoja producida por el conocimiento del odio y el desamor, de aquellos a los que había favorecido en su caminar terreno? ¿Notaría Jesús ese nudo en el estómago que nos aprisiona, cuando esperamos los sucesos inevitables y a la vez terribles que sabemos van a acontecer? No olvidemos que Jesucristo era perfecto Dios y perfecto Hombre; y por ello no se le privó de ningún dolor, de ningún sufrimiento que pudiera compartir con los hombres. Ese es el motivo de que el Señor agradeciera tantísimo, en esos difíciles momentos, que esa mujer le diera un bálsamo de ternura y cariño. En estos días, cuando acompañemos a Jesús en su Pasión, no nos olvidemos de darle cobijo y aliento en nuestro corazón. Porque es en ese lugar, donde quiere que compartamos nuestra intimidad con Él: Es nuestra Betania.

  Nos habla el Evangelio de una libra de perfume de nardo puro, con el que María ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La libra era una medida de peso que equivalía a trescientos gramos; y el denario era la paga diaria, que recibía un obrero agrícola. Es decir, que el frasco de perfume había costado el salario de todo un año. Ese gesto, y las palabras del Señor que lo acompañan, indican que Cristo no sólo agradece, sino que premia cualquier gesto de generosidad, con el que correspondemos a su amor por nosotros. No es que Jesús niegue el valor de la limosna, que tantas veces nos ha recomendado; ni que no tengamos preocupación por nuestros hermanos desfavorecidos, sino que nos descubre la hipocresía de aquellos que, ayer como hoy, aducen falsos motivos para no dar a Dios el honor que se le debe.

  Jesucristo agradece el mimo que va a preceder al desgarro emocional; ya que se avecinan –y Él lo sabe- momentos de dolor insoportables. Por eso valora las muestras de cariño hacia su Persona. No dejes pasar este día, sin decirle a ese Jesús de Nazaret, lo mucho que le quieres. Lo mucho que le agradeces esos momentos de calma, que preceden a la tempestad. Dile que quieres estar a su lado y que, como María, quieres entregar lo poco que eres y tienes, a su amor incondicional. Dile, simplemente, que estás a su lado para lo que precise. ¡Dile que sí!