Evangelio según San Juan 16,23b-28.
Aquél día no me harán más preguntas. Les aseguro que
todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre.
Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta.
Les he dicho todo esto por medio de parábolas. Llega la hora en que ya no les hablaré por medio de parábolas, sino que les hablaré claramente del Padre.
Aquel día ustedes pedirán en mi Nombre; y no será necesario que yo ruegue al Padre por ustedes,
ya que él mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído que yo vengo de Dios.
Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre".
Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta.
Les he dicho todo esto por medio de parábolas. Llega la hora en que ya no les hablaré por medio de parábolas, sino que les hablaré claramente del Padre.
Aquel día ustedes pedirán en mi Nombre; y no será necesario que yo ruegue al Padre por ustedes,
ya que él mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído que yo vengo de Dios.
Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre".
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Juan, Jesús descubre a los suyos la realidad de lo que tendrá
lugar, tras su Resurrección: el envío del Paráclito, que abrirá sus ojos a la
verdad de la Revelación y su corazón, a la inmensidad de su Persona. Será
entonces cuando, como Iglesia, todo quedará claro para los Apóstoles; y eso
supondrá el “pistoletazo de salida” para que lleven a cabo y cumplan, sin
dilación, la tarea encomendada que no tiene punto y final: Para unos consistirá
en transmitir – de forma oral y escrita- la Palabra divina que durante todos
estos años han escuchado y compartido. Para otros, será dar testimonio del
Señor en las sinagogas y, si es preciso, entregar su vida por ello. Para todos,
hacer del día a día un encuentro con Cristo resucitado, a través de los
Sacramentos; ejerciendo, consecuentemente, un apostolado activo en cada
circunstancia, lugar y condición.
Tras Pentecostés,
Pedro, Juan, Andrés, Tomás…cada uno de aquellos que siguió al Señor por los
caminos de Galilea, se convertirá en miembro de una comunidad santa –la Iglesia-
y, por ello, en ciudadano del Reino de Dios. Cada uno será hecho en Cristo, por
la acción del Paráclito, hijo del Padre e integrante de la familia divina: es
decir, será hecho cristiano. Por eso, tras la Ascensión del Señor a los Cielos,
ya nada será igual. El Maestro les hablará con claridad y ellos entenderán el
misterio de la Redención, que acaba de pasar; alcanzando a vislumbrar la
inmensidad del amor de Dios. Se abrirán al horror del pecado, que ha sido la
causa de tanto dolor, y comprenderán el poder de la Gracia. Pero para que todo
ellos sea efectivo, primero tendrán que vivir esos momentos terribles y
desconsoladores de la Pasión.
Jesús, en esta
conversación íntima, les pide fe. Les solicita paciencia ante lo que tiene que
llegar. Les ruega esa confianza, que se pondrá a prueba en la tribulación. Y
¿sabes? Parece que en esos momentos nos hable a ti y a mí, que estamos pasando
nuestro pequeño –o gran- calvario, en
este transcurrir terreno. Y nos recuerda que no sufrimos en soledad; que la
Iglesia es ya una realidad que convive en, y con nosotros. Que somos parte del
propio Jesús, que ha querido quedarse, darse y hacer morada en nuestro corazón,
a través de la Eucaristía Santa. Que esa fuerza, que prometió a los suyos,
ahora –como suyos- la recibimos en nuestra vida sacramental. Que el Espíritu Santo
nos ilumina para percibir en cada dolor y en cada situación difícil, la mano de
Dios.
Pero además,
este texto nos descubre una realidad que es para cada uno de nosotros un
bálsamo perfecto, que sana y cura nuestras heridas. Cristo, al subir al Padre,
es el Mediador único y magistral, entre Dios y los hombres. Todos los demás,
tras su muerte santa, participan de la mediación del Hijo. Por eso ahora rezar,
tiene un significado distinto; ya que todo aquello que hablemos con Jesús, en
la intimidad de nuestra conciencia, es una súplica que va directa al Padre, que
no puede negar nada al Hijo. Entre otras cosas porque Padre e Hijo, junto al
Espíritu Santo son, en su misma unidad, Dios.
Aquel que
entregó, y se entregó a Sí mismo por amor a los hombres, espera nuestras
plegarias; que son, en el fondo, un diálogo amoroso donde compartimos con Él
todas nuestras vivencias, todas nuestras inquietudes. Diálogo que forma parte
del descubrimiento de nuestra espiritualidad; de esa característica propia de
la naturaleza humana, que nos sitúa a años luz del resto de los animales. Hasta
de aquellos con los que compartimos, prácticamente, el mismo ADN. Y es que esa capacidad
de comprender, descubrir, aceptar y arriesgar en libertad –poniendo en juego
nuestra voluntad- es donde se encuentra la imagen de Dios, que nos llama a su
Gloria. Que nos insiste en que el amor, es tomar una decisión en la que
apostamos por la persona amada. Y aquí y ahora, Cristo nos pide que apostemos
por Él ¡En una jugada segura!