16.
CRUZ Y RESURRECCIÓN
No se puede
separar, ante la pedagogía del dolor en Cristo, la Cruz de la Resurrección. Ambas
forman parte de la unidad del Misterio Pascual. Porque por el dolor llegamos a
la gloria y sólo cuando se olvida esa perspectiva y vivimos la cruz al margen
de la identificación con el Señor en su Pasión, Muerte y Resurrección, el
hombre sólo es capaz de ver el aspecto doliente de la cruz y la duda de su
sentido; llegando a la desesperanza que produce el dolor cuando está vaciado de
amor y de contenido.
Por la
Redención efectiva, el hombre es bienaventurado y liberado del mal y del
sufrimiento eterno: la separación de Dios, que es el verdadero padecimiento.
Por eso el sufrimiento, con todo lo costoso, molesto, o problemático que tiene,
se convierte a partir de la Redención, en
vocación de eternidad. El dolor humano se ha transformado por Cristo, en
instrumento salvador; y así, viviendo en Cristo, por la acción del Espíritu
Santo, los cristianos participamos de la esperanza de la Resurrección y hacemos
participar a los demás de ella. Nuestro dolor debe ser, junto al del Señor, una
oración grata a Dios que logre también los fines de la Cruz.
Y aunque ante
el mundo, con una visión meramente terrena, sorprende y resulta incomprensible
este optimismo en la tribulación, nosotros sabemos que la Gracia nos trasciende
y somos capaces de padecer sin temor, brotando la alegría del propio sufrimiento.
Y a la vez, como es un acto de amor, Cristo nos enseña, con su vida, a hacer el
bien a los demás con nuestro dolor, consolando a los que sufren; ya que nadie
entiende mejor el sufrimiento, que el que lo padece. Por tanto, la respuesta al
sufrimiento humano es que es provechoso para el que lo sufre y para los demás,
y en ellos asistimos al mismo Jesús que recibe en ellos nuestro amor cuando los
amamos.
Nos lo recuerda Sto. Tomas Moro en su libro “Diálogos
de la Fortaleza contra la Tribulación”, capítulo 17 del Primer Libro, página
94:
“Y
así como Dios enseña que lo hagamos por nosotros, quiere que lo hagamos también
por nuestro prójimo, y que seamos en este mundo compasivos unos con otros y no
sine affectione53. El Apóstol reprende a los que no muestran ternura
y afecto; de modo que, por caridad, deberíamos dolernos de las aflicciones que
a veces les imponemos por necesidad. Y el que dice que por compasión del alma
de su prójimo no tendrá compasión de su cuerpo, puede estar seguro, como dice
San Juan, de que si no ama a su prójimo al que ve, muy poco ama a Dios a quien
no ve.”
La pedagogía
del sufrimiento nos enseña que éste es también vínculo para irradiar el amor al
hombre en la entrega del propio “yo” a favor de los demás: de todos aquellos
hermanos que nos necesitan en su sufrimiento. El mundo del sufrimiento humano
invoca sin pausa el del amor humano; ya que nadie se queda indiferente ante el
hermano doliente, sintiéndonos llamados personalmente a testimoniar el amor en
el dolor, iniciando todo tipo de actividades que nos ayudan a salir al
encuentro del dolor ajeno.
Nos lo recuerda Juan Pablo II en su Carta Apostólica
“Salvifici Doloris”, punto 28, capítulo VII:
“La
parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en
efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que
sufre. No nos está permitido « pasar de largo », con indiferencia, sino que
debemos « pararnos » junto a él. El Buen Samaritano es todo hombre, que se para
junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea. Esta
parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el
abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también
su expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento
ajeno, el hombre que « se conmueve » ante la desgracia del prójimo. Si Cristo,
conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es
importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto,
es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia
la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal
manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que
sufre.”
Conocer el
sentido del sufrimiento no comporta una actitud pasiva ante el mismo. El
Evangelio es la mejor muestra y manifestación de la negación ante la pasividad
y el conformismo del hermano que sufre. El Señor pasó haciendo el bien; dando
vista a los ciegos y predicando la libertad a los cautivos. Jesús nos instó, y
sigue haciéndolo en un mensaje intemporal, a pararnos al lado del que sufre y
transformar toda la civilización humana en una “civilización de amor”.