4 de enero de 2013

la importancia del profesor



  Al tener que presentar un trabajo a la Universidad que versaba sobre educación, me pareció que podía aprovechar el momento, éste, y el lugar, aquí, para hacer un reconocimiento público de la importancia vital que tienen los profesores -que gozan estos días de unas merecidas vacaciones- sobre sus alumnos. Supongo que esta premisa es bien conocida entre todos los profesionales que se dedican pedagógicamente a la enseñanza, pero he creído que era de recibo  transmitiros la vivencia que tuve con un profesor de Filosofía que dio un giro a mi vida, marcándola profundamente.


   Comencé COU en un instituto de Barcelona llamado “Infanta Isabel”. Las alumnas, que proveníamos de centros distintos, estábamos más acostumbradas a una educación consistente en “poner dentro” que en “sacar fuera”, cuya finalidad consistía en el mayor número de aprobados.  Al comenzar el curso se nos exigió que escogiéramos tres asignaturas optativas donde, como mínimo, una de ellas debía ser consecuente con la carrera que, posteriormente, debíamos cursar. Elegí Historia porque me gustaba, Filosofía porque me apasionaba y Química y Bioquímica porque la necesitaría con posterioridad.


   Pasaron unos días y en un descanso de clase me presentaron al que iba a ser mi tutor: Don Ángel. Era un hombre de mediana edad, alto, enjuto, con una poblada barba oscura y tez morena en la que destacaban unos profundos ojos enmarcados en una gafa cuadrada, que le daba un cierto aire intelectual. Las clases se fueron sucediendo y observé con horror que la asignatura de Ciencias no se me daba nada bien. No entendía como los elementos se combinaban y no me importaba nada las reacciones que se producían. Conocedora del futuro que me esperaba y del suspenso que se avecinaba, recurrí a tutoría para pedir un cambio de asignatura, ya que era una opción que se nos daba en los primeros treinta días del curso.


   Llamé a la puerta y Don Ángel, alzando la cabeza, me recibió con una sonrisa. Con los ojos húmedos le expliqué que me sentía incapaz de superar esa asignatura en la que no entendía nada; esa angustia frente al fracaso del suspenso…Él me miró y con suavidad replicó unas palabras que han sido fundamentales para el resto de mi vida: “Puede usted, efectivamente, cambiar de asignatura. ¡Es una opción muy libre! Pero déjeme que le diga que esa actitud es la propia de todos aquellos cobardes que se rinden sin luchar. En su camino se encontrará muchas dificultades; grandes piedras que estorbarán su paso. Puede ir apartándolas una a una, pero es lento y en el fondo cansado; o bien puede aprender a saltarlas fortaleciendo sus músculos en el gimnasio de la voluntad. No le hablo como alumna, que lo es, sino como una persona que cuando salga de aquí deberá estar preparada para aceptar los retos que le lance la vida. Y esté tranquila, aquí valoramos más la actitud que el contenido”

   Cuando cerré la puerta tras de mí fui consciente del compromiso libre y responsable que había aceptado ante él. Durante todo el año disfruté de sus palabras de aliento cuando desfallecía, de sus consejos didácticos y su sonrisa gratificante cuando recibía resultados satisfactorios y sobre todo su presencia me recordaba que yo podía, con voluntad y esfuerzo, alcanzar el fin que me había propuesto. El resultado fue un notable en Química y Bioquímica y la certeza de que los hábitos que nos perfeccionan pueden conseguirse en el gimnasio del esfuerzo y la renuncia, cuando se tiene un porqué y un para qué conseguirlo.


   Mi profesor tenía claro que educar es humanizar y que ello conlleva proporcionar los medios para que se pueda llevar una vida propia y enteramente humana, donde se vive una educación integral ante la unión sustancial, de cuerpo y espíritu, que forma el ser humano.


   Tenía claro que la educación es una acción recíproca de ayuda, donde el profesor concurre al impulso natural de crecimiento propio del alumno, perfeccionándolo intencionalmente a la razón para que desde ella sea capaz de adueñarse de sí mismo y de sus actos. Me enseñó que el ejercicio continuo y constante de las acciones adecuadas conforman las potencias y acrecientan su poder, apropiándonos de nosotros mismos a través de nuestro obrar como condición inapelable para nuestra felicidad. Que la eficacia educativa está más en razón de la formación que del aprendizaje, porque aunque ambas concurren de la mano, es la acción inmanente de aprender la que realiza el perfeccionamiento humano; promoviendo, no sólo la comprensión intelectual, sino el acto de la voluntad y por ello la integridad de su actuación.


   A través de su acción educativa, Don Ángel me enseñó que fracasar, no es sinónimo de derrota sino de limitación de la libertad humana y relatividad de la autonomía personal, porque no somos enteramente dueños de nuestro ser, ya que no nos lo hemos dado a nosotros mismos; ni construimos nuestra subjetividad, sino que nos encontramos con ella y la poseemos operativamente.


   Si él me hubiera dejado hacer lo que por naturaleza quería, hoy no sería nada de lo que soy porque el ser humano es el único animal que necesita aprender a ser lo que es; necesita de la educación para que las personas lleguen a la plenitud de lo que son.


   Tengo que agradecer a mi profesor que no sólo buscara objetivos, ideales, propósitos o metas como finalidades educativas; tengo que agradecerle que no entendiera mi libertad de modo absoluto, permitiéndome la constitución y determinación de aquellos fines que debían guiar mis acciones; tengo que agradecer a mi profesor que me educara fomentando la unidad interior a través del cultivo de aquello que nos hace más personas y menos animales: inteligencia, voluntad y libertad.


   Han pasado los años, muchos, desde que abandoné aquellas aulas, pero todavía ahora cuando disfruto del esfuerzo del estudio, elegido libremente como satisfacción personal y fin parcial que participa del fin final, recuerdo aquellas palabras del viejo profesor que quedaron grabadas en mi memoria y en mi corazón; “NO SE CANSE NUNCA DE SER MEJOR”