16 de enero de 2013

¡Nuestra vida no es nuestra!

Evangelio según San Marcos 1,29-39.


Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés.
La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato.
El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados,
y la ciudad entera se reunió delante de la puerta.
Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.
Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.
Simón salió a buscarlo con sus compañeros,
y cuando lo encontraron, le dijeron: "Todos te andan buscando".
El les respondió: "Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido".
Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios.


Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.




COMENTARIO:


  San Marcos nos relata en su Evangelio una situación que debía ser muy habitual en la vida de Jesús con sus apóstoles. El Maestro va con dos de sus discípulos: Santiago y Juan, a casa de Simón y Andrés; no sabemos si por iniciativa propia, porque quiesieran hablar de algo, o porque lo hubieran requerido para ello.


  Como ocurre siempre, por desgracia, en casi todas las familias, algún miembro estaba pasando por una situación angustiosa; y en la familia de Pedro era su suegra. Hay que tener en cuenta que, en aquel tiempo, cualquier enfermedad que daba fiebre alta, era muy difícil de tratar y mucho menos de controlar. Por eso, ante la visita del Señor, el Apóstol no duda en aprovechar la situación y acercarlo a la mujer, con el convencimiento de que si Él quiere, la enfermedad desaparecerá. En este caso, no es ni la propia enferma la que pide el milagro; sino que por amor a Pedro, y por su fe, toma su mano y la sana.


  ¿Cuántos de nosotros dejamos fuera de nuestra casa al Señor, cerrándole las puertas de nuestro corazón? Todos tenemos, como Simón, a alguien cercano que necesita la salud, ya sea de cuerpo o espíritu. Todos tenemos, como Andrés, algún conocido postrado en la cama, que por la fiebre del pecado es incapaz de recobrar el ánimo y recuperar las fuerzas. Pues bien, debemos tener la seguridad de que si vamos en busca del Señor y le rogamos que entre en nuestro hogar; si le hacemos un sitio en nuestra intimidad, Él la llenará con su Gracia y la felicidad - fruto de la cercanía divina y no de la falta de dificultad-  reinará en nuestra alma.


  Pero recordad que en cuanto la suegra de Pedro recobró la salud, su primera actitud fue la de servicio a Aquel que la había curado. No todos los que el Señor sanó se acordaron de darle las gracias; no todos los que recibieron beneficios de manos de Jesús, volvieron sobre sí mismos para agradecérselo. No; muchos de nosotros tenemos una capacidad de olvido enorme y un miedo al compromiso, todavía mayor. Suplicamos cuando los problemas nos superan y no encontramos otra solución que clamar a lo divino, porque lo terreno ha agotado sus posibilidades. Pero una vez el Señor ha puesto su mano sobre nosotros, recuperándonos de un abismo, donde perdíamos pie; recobramos nuestra, mal entendida, sensatez y le damos la espalda a Cristo, cerrando nuestros oídos a sus Palabras por sí, como a la suegra de Pedro, nos pide un vaso de nuestra agua. ¡Qué pena, Dios mío! ¡Qué pena! olvidamos que nuestra vida no es nuestra, sino de Dios y que cuando estamos a punto de perderla, no hay nada mejor que recuperarla para ponerla al servicio de Nuestro Señor.