25 de mayo de 2013

¡Contigo hoy y siempre!

Evangelio según San Marcos 10,1-12.


Jesús dejó aquel lugar y se fue a los límites de Judea, al otro lado del Jordán. Otra vez las muchedumbres se congregaron a su alrededor, y de nuevo se puso a enseñarles, como hacía siempre.
En eso llegaron unos (fariseos que querían ponerle a prueba,) y le preguntaron: «¿Puede un marido despedir a su esposa?»
Les respondió: «¿Qué les ha ordenado Moisés?»
Contestaron: «Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse.»
Jesús les dijo: «Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes.
Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer;
por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa,
y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo.
Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe.»
Cuando ya estaban en casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo,
y él les dijo: «El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa;
y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio.»



COMENTARIO:


  Esta escena que nos presenta san Marcos la encontramos frecuentemente en el Evangelio; ya que hemos visto muchísimas veces la actitud malintencionada de ciertos fariseos que, con una pregunta aparentemente inocente, pretendían poner al Maestro, con su respuesta, en un aprieto. Esta vez, la cuestión con la que han abordado a Jesús ha dado paso al Señor para poder elaborar el fundamento de la unidad indisoluble del matrimonio.


  Los fariseos saben que Moisés no instituyó un mandato sobre el divorcio de los esposos, sino que permitió una situación que ya se daba, por la maldad del hombre –el repudio a la mujer-, legalizándola para proteger a la esposa y cuidando de que no quedara tan abandonada y desvalida. Pero Jesús les recuerda que el verdadero mandato instituido por Dios, que Él ha venido para transmitir como Palabra encarnada, es el que consta en el Génesis desde el mismo momento de la Creación: “…Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn2, 24).


  Los esposos son la imagen perfecta en la creación de Dios mismo. Porque Dios Trinitario es familia en sí mismo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso al crear al hombre, lo creó varón y mujer; unidad perfecta en el matrimonio donde están llamados a crecer en comunión, a través de la fidelidad mutua. El compromiso que adquiere una pareja cuando decide, delante de Dios, contraer matrimonio y formar parte de la Alianza es aceptar la realidad divina de que ambos formarán, para siempre, una unidad de vida y amor; luchando día a día, no por mirarse mutuamente, sino por fijar ambos la mirada en un mismo destino.


  La familia cristiana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión con Jesucristo que adquirimos al participar del Sacramento. Es el propio Jesús el que, a través de la Gracia, nos dará los medios para poder luchar contra nuestra naturaleza herida por el pecado, fortaleciendo nuestra voluntad para no flaquear y consentir ante sentimientos de orgullo, placer indebido y egoísmo. Por eso es tan importante para el hombre y la mujer que desean contraer matrimonio, participar del regalo de la vida sacramental que nos proporciona la Iglesia. Comparativamente, es como si nos dieran una fortuna al casarnos que nos facilitara la economía familiar; yo creo que renunciar a ello sería de tontos.


  La tarea dada a la pareja humana por Dios de ser el proyecto divino que participa con Él en la propagación de la vida, la educación de la prole y la mejora del mundo, es una responsabilidad que no podemos obviar. El Señor nos ha creado hombre y mujer, sexuados, para transmitir el legado de la creación en el matrimonio; y así, en una profunda comunión de amor ser imagen de la unidad inseparable de la Trinidad divina. Por eso el ataque que está sufriendo la familia cristiana por parte de la sociedad materialista, anticlerical y atea, a través de los medios de comunicación que tan bien dominan, no es algo gratuito fruto de la casualidad, sino que es un ataque frontal a la voluntad divina que encierra en sí misma una total causalidad.


  El matrimonio, como el amor, no es un acto sentimental que cuando no se percibe como tal deja de existir. No; el amor en el matrimonio es un acto de la voluntad que quiere adquirir y adquiere un compromiso intemporal donde las circunstancias no interfieren: ni la enfermedad, ni la pobreza, ni el dolor. Es toda la persona, cuerpo y espíritu, la que sin dejar de ser un “yo”, pasa a ser un “nosotros”. Un nosotros, en el que Dios es el elemento unitivo que pone los cimientos para conseguir edificar el hogar cristiano capaz de albergar, entre los suyos y para los demás, vivencias de amor, fe, confianza, optimismo y libertad.


  Cierto que hay ocasiones en las que alguno de los esposo decidirá romper el compromiso matrimonial, y será imposible mantener ese proyecto inicial. Sin lugar a dudas, la Iglesia tiene caminos para poder valorar, y en el fondo nosotros somos conscientes de ello, si el matrimonio se realizó con la verdadera libertad exigida a los hijos de Dios. Nuestro Padre es el primero que nos llama al amor, permitiéndonos elegir; pero eso no nos exime de comprender que si el matrimonio es válido, aunque haya salido mal, no se puede disolver algo que en sí mismo ha formado otra realidad. Nada hay que pueda compararse a una situación que nos trasciende pero hay un ejemplo que a mí, personalmente, siempre me ha servido: El cobre y el estaño cuando se alean, a través del fuego, forman otro elemento de distintas características, que es el bronce. Nosotros, hombres y mujeres, cuando decidimos compartir juntos una alianza con Dios en el matrimonio, nos convertimos en una unidad de destino, dispuestos juntos a cumplir con la voluntad divina. Tú, conmigo, hoy y siempre. Nadie nos obliga a hacerlo, pero si lo hacemos hemos de ser responsables de nuestras acciones.


  Hemos de dar testimonio del inestimable valor de  la indisolubilidad y fidelidad matrimonial; hemos de gritar al mundo, con nuestro ejemplo, que es posible un para siempre. No podemos ni debemos edulcorar el mensaje de Cristo a través del Evangelio; lo que es, es y lo que no es, es pecado. Ese es uno de los deberes más urgentes, precisos y precioso de las parejas cristianas de nuestro tiempo: convencer al mundo de que el amor humano es un reflejo del amor divino. Amor que ha sido capaz, a pesar de nuestras traiciones, de no abandonarnos y salir a nuestro encuentro, pasando por el dolor de la crucifixión. Esa es nuestra meta, nuestro ejemplo y nuestro destino.