29 de mayo de 2013

¡Una vida sin mentiras!

Evangelio según San Marcos 10,28-31.

Entonces Pedro le dijo: «Nosotros lo hemos dejado todo para seguirte.»
Y Jesús contestó: «En verdad les digo: Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mi causa y por el Evangelio quedará sin recompensa.
Pues, aun con persecuciones, recibirá cien veces más en la presente vida en casas, hermanos, hermanas, hijos y campos, y en el mundo venidero la vida eterna.
Entonces muchos que ahora son primeros serán últimos, y los que son ahora últimos serán primeros.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Marcos, continuación del que vimos ayer donde el joven rico fue incapaz de renunciar a sus bienes para seguir al Señor, Pedro le hace una pregunta velada a Jesús al manifestarle que ellos sí han sido capaces de abandonarlo todo por el Reino. El Maestro no le recrimina ese halo de interés humano que espera una recompensa a su sacrificio. Le conoce, sabe que el corazón de Simón es noble pero impetuoso y que sólo será capaz de responder con total generosidad, cuando el Paráclito lo ilumine y reciba la fuerza de la Gracia.


  Aún así, Jesús le recuerda al Apóstol que, ya en esta vida, todos aquellos que han aprendido que la puerta de la felicidad se abre hacia fuera, hacia los demás, recibirán una satisfacción personal inigualable al percibir que, en parte, han sido la causa de que sus hermanos puedan disfrutar de una vida en paz, provocada por la esperanza y la alegría de un futuro glorioso como hijos de Dios.


  Esa primera comunidad cristiana había aprendido bien que los hermanos son todos aquellos que nos necesitan: a los que podemos ayudar económicamente, sin avergonzarlos; los que requieren de nuestra presencia y cariño, porque les consume la soledad; los que precisan de nuestras palabras y ejemplos para acercarse a Cristo, que es la verdadera fuente de la Vida. Y esto, queridos, es la Iglesia. Jesús nos promete una familia que no tiene fronteras, ni razas, ni colores. Todos unidos en el Bautismo que nos iguala de una forma fraternal y nos exige alegrarnos y preocuparnos, siendo conscientes de que somos comunidad.


  Pero a la vez, y como siempre, el Señor nos advierte que esta riqueza se conseguirá con la sangre de los mártires; con el esfuerzo y la renuncia de todos. No ha habido, a través del tiempo y el espacio, sociedad más perseguida que haya conseguido perdurar inquebrantable, que la Iglesia de Cristo. Nuestra doctrina y nuestra fe es la misma que vivieron, hace veinte siglos, los primeros cristianos; y la única explicación es la que nos da el Señor al asegurarnos que nos encontramos ante una institución que, a pesar de estar formada por hombres con sus errores y debilidades, es un proyecto divino donde el Hijo de Dios ha querido quedarse para transmitir la salvación, a través de los Sacramentos, si nosotros queremos aceptarla.


  Iglesia que es semilla del Reino de Dios en la tierra, donde los cánones de importancia variarán y serán totalmente distintos cuando ya estemos en el cielo. Allí, nos dice el Señor, sólo seremos juzgados en el amor que hemos sido capaces de repartir. Nuestro valor no será el tener, sino el ser. El haber sido capaces de olvidarnos de nosotros mismos por la felicidad de los demás; el no vender nuestra alma por dinero, por un puesto de trabajo o una posición social, si no el haber estado dispuestos a morir por la Verdad de una vida sin mentiras.