16 de mayo de 2013

¡No perdamos nunca la alegría!

Evangelio según San Juan 17,11b-19.

Yo ya no estoy más en el mundo, pero ellos se quedan en el mundo, mientras yo vuelvo a ti. Padre Santo, guárdalos en ese Nombre tuyo que a mí me diste, para que sean uno como nosotros.
Cuando estaba con ellos, yo los cuidaba en tu Nombre, pues tú me los habías encomendado, y ninguno de ellos se perdió, excepto el que llevaba en sí la perdición, pues en esto había de cumplirse la Escritura.
Pero ahora que voy a ti, y estando todavía en el mundo digo estas cosas para que tengan en ellos la plenitud de mi alegría.
Yo les he dado tu mensaje y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos mediante la verdad: tu palabra es verdad.
Así como tú me has enviado al mundo, así yo también los envío al mundo; por ellos ofrezco el sacrificio, para que también ellos sean consagrados en la verdad.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de Juan sigue siendo para nosotros un bálsamo de ternura y esperanza. Jesús en su testamento de amor, realiza esta plegaria sacerdotal donde manifiesta en primer lugar una realidad que debe llenarnos de gozo. Dios cuida de nosotros porque su Hijo, al que nada puede negarle, reza para que así sea. Si somos uno con Cristo a través del Bautismo, estamos unidos con Él al Padre y como tal cuidará de ti y de mí, en todos los momentos de nuestra vida.


  Este hecho, que es una certeza porque nos lo ha transmitido Dios mismo que no puede engañarse ni engañarnos, debe hacernos observar el presente y el futuro con una perspectiva diferente: la de la alegría. Por eso Jesús, en este capítulo, nos deja claro que si llegamos al convencimiento de que somos “la debilidad” del Padre, la “locura de amor” por la que fue capaz de enviar a su Hijo a una muerte ignominiosa de Cruz, para que nosotros recuperáramos la Vida que habíamos perdido, tendríamos esa seguridad, esa fe incondicional de la que han dado muestra los Patriarcas del Antiguo Testamento.


  No hablamos, os lo recuerdo siempre, de que se nos eviten los problemas; ya que la mayoría de ellos nos los hemos buscado nosotros en nuestra libertad, o bien son el producto del pecado en el mundo: la avaricia de muchos, la intolerancia de algunos, o la injusticia de unos cuantos. No; me refiero a encontrar el sentido de todo, bueno y malo, que Dios permite como camino y medio de santificación. Esas pruebas que nos fortalecen y que podemos sobrellevar con la ayuda de la Gracia, descubriendo en cada circunstancia un motivo para acercarnos al Señor. De esta manera se cumple la petición que Jesús hizo al Padre en referencia a nuestro futuro: “Para que ellos se llenen de la misma alegría que yo tengo”. Esa alegría que no es fruto de pequeños deseos cumplidos, ni de satisfacciones temporales, sino de no tener miedo a la vida, porque es el camino de encuentro con Cristo; y mucho menos a la muerte, que es el comienzo de la verdadera Vida.


  Pero el Señor, como en otras muchas ocasiones, nos avisa de que este mundo –entendido como bienes de la tierra, de suyo caducos, que pueden presentar oposición a los bienes del espíritu- no va a perdonarnos que seamos distintos y no formemos parte del engranaje materialista y consumista que embota el alma y ahoga ideales. No va a permitirnos que manifestemos, en libertad, otra forma de vivir, de sentir y de amar. Por eso, a través de la mentira y el descrédito, cuando no, haciendo uso del ridículo, intentarán silenciar el mensaje divino que termina con la esclavitud más grande que puede sufrir el ser humano: la de sí mismo.


  A Cristo le urge el amor del hombre, y por eso nos envía a este mundo para que, desde su interior, sepamos llevarlo a Dios. Decía san Josemaría que habíamos de ser hombres del mundo, amarlo profundamente, pero sin ser mundanos y sin apegos a las banalidades que surgen de él. Porque el mundo, todo él, es la tierra de misión donde Dios ha querido enviarnos para transmitir su Palabra y vivir –haciendo vivir- la realidad de cada día con la alegría, la valentía y la coherencia de nuestra fe cristiana. Sólo así, con nuestro ejemplo de fidelidad que debe proyectarse en actos de amor a los demás, podremos ser esos firmes eslabones en la cadena de salvación que une el cielo y la tierra, y que es la Iglesia de Dios.