21 de mayo de 2013

¡El Evangelio es vida!

Evangelio según San Marcos 9,30-37.

Se marcharon de allí y se desplazaban por Galilea. Jesús quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Y les decía: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo harán morir, pero tres días después de su muerte resucitará.»
De todos modos los discípulos no entendían lo que les hablaba, y tenían miedo de preguntarle qué quería decir.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, Jesús les preguntó: «¿De qué venían discutiendo por el camino?»
Ellos se quedaron callados, pues habían discutido entre sí sobre quién era el más importante de todos.
Entonces se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos.»
Después tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
«El que recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.»


COMENTARIO:

San Marcos nos muestra, en su Evangelio, que el Señor muchas veces, antes y durante la trayectoria de su ministerio buscaba la soledad de un lugar y una compañía para encontrar la situación propicia donde la palabra inundara el conocimiento y el corazón de sus discípulos, preparándolos para los difíciles momentos que Dios les tenía reservados. No es fácil comunicar un conjunto de enseñanzas, que tienen una proyección sobrenatural, si no se parte de una intimidad que facilite las preguntas y promueva las respuestas.


Jesús no buscó jamás el halago fácil, el reconocimiento satisfactorio, si no que animó a los suyos a cumplir con su deber en el servicio al prójimo, actuando en la normalidad de la vida cotidiana. Es, en esos momentos, cuando el Maestro aprovechará para hacer llegar a los suyos lo que debe ser la vida de la Iglesia con un grupo de exhortaciones donde les indica, y nos indica, las actitudes que deben tener todos los cristianos. Aprovechando, para ello, las discusión que mantienen sus discípulos a espaldas suyas sobre la primacía de la que debían gozar unos sobre otros. El Señor, con paciencia, les adoctrina sobre el modo en el que deben ejercer la autoridad en la Iglesia: no como el que domina, sino como el que sirve.


Cristo, que es Cabeza y Legislador supremo nos enseñará con su vida, pero sobre todo con su muerte, que el sentido de su paso por la tierra es devolver al hombre su dignidad; es devolverle la capacidad de ser verdaderamente feliz eternamente, a costa de su propio sacrificio. Que cada paso que ha dado por los caminos de Galilea, ha sido para evitarnos que nosotros diéramos un mal paso y nos despeñáramos por el barranco del abismo infernal. Porque justamente, disponer de autoridad, sea del tipo que sea, puede arrastrarnos a la ambición de poder, a la soberbia y a la tiranía.


La vida del Maestro ha sido una enseñanza de humildad, donde cada uno de nosotros debe reconocer que lo bueno que tiene, sea poco o mucho, sólo es debido a la Gracia de Dios; y por ello, todo nuestro ser y nuestro tener debe estar al servicio del Padre. Pero Jesús, al poner en medio de sus discípulos a un niño, manifiesta que el amor que le debemos a Dios debe estar proyectado hacia todos aquellos que son imagen suya: los hombres. Y sobre todo, a los más necesitados que precisan, en su debilidad, de nuestra fortaleza.


Jesucristo habló a los suyos, a su Iglesia, de reconocer en el necesitado –sea de medios materiales, como de los espirituales- la finalidad de su amor. Cada uno de nosotros, todos los bautizados, formamos la Iglesia de Cristo y, por ello, cada palabra de ese pasaje del Evangelio viene dirigida a nosotros que, de alguna manera, ejercemos la autoridad en nuestro medio habitual: la familia, el trabajo, la política. El mundo sería fantástico si llegáramos a comprender que el que ama sirve al amado, porque anhela su felicidad que es medio para alcanzar la propia. El mundo sería fantástico si llegáramos a hacer del Evangelio, vida.