1 de octubre de 2013

¡Deben caber todos en nuestro corazón!



Evangelio según San Lucas 9,46-50.


Entonces se les ocurrió preguntarse quién sería el más grande.
Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, tomó a un niño y acercándolo,
les dijo: "El que recibe a este niño en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el más pequeño de ustedes, ese es el más grande".
Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros".
Pero Jesús le dijo: "No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes".


COMENTARIO:

  Este Evangelio  de Lucas tiene, para mí, dos puntos importantísimos en los que el Señor quiere que fijemos nuestra atención. En primer lugar, y ante la actitud de los apóstoles, se vislumbra las miras humanas que predominaban en aquellos que estaban destinados a formar la Iglesia Universal.

  Cada uno de ellos, como nosotros, compartía una naturaleza caída que hacía surgir, desde el fondo de sus entrañas, las huellas que dejó el pecado original: la envidia, la pereza, la ira, la lujuria… El diablo se encargó, desde el principio de los tiempos, de que al hombre no le fuera fácil corresponder con amor, al amor de Dios.

  Sobreponernos a nosotros mismos y superar los bajos instintos, será una lucha constante que deberemos mantener con nosotros mismos para elegir, en cada momento de nuestra vida, aquello que agrada a Dios, aunque requiera una renuncia personal. Jesús les contrapone a la ambición que sus discípulos manifiestan, la sencillez y la mansedumbre de un niño.

  Los primeros cristianos entendieron perfectamente de que hablaba el Señor cuando los requería a ser sencillos de corazón, humildes y ricos de espíritu. Cuando les hablaba de que erradicaran de sí mismos esa determinación perversa que a veces todos concebimos contra nuestro prójimo. Pero el Señor, sabedor de nuestra pequeñez, les prometió y nos prometió que para que fuéramos capaces de conseguirlo nos enviaría el Espíritu Santo, al fundar su Iglesia. No pensaba dejarnos huérfanos, desvalidos, porque su amor que le obligaba a irse, lo requería a la vez a quedarse a nuestro lado.

  Y como consecuencia de esta lección, que como todo el que quiere el bien de alguien tiene un tinte de ligera reprimenda, el Señor los corrige para que su actitud sea de tolerancia, invitándoles a tener un alma grande donde quepan todos. Porque justamente la Iglesia, de la que ellos van a ser columnas, está llamada a ser el Reino de Dios donde todos los bautizados, sean de donde sean y hayan sido lo que hayan sido, serán miembros indispensables de la comunidad. Justamente la riqueza del Cuerpo de Cristo es que cada uno de sus miembros, aún perteneciendo a la totalidad, tiene una función determinada.

  Jesús nos da a cada unos un carisma especial que nos enriquece a todos; y no importa que sean de una espiritualidad distinta a la nuestra, porque justamente el patrimonio de la Iglesia consiste en que en la unidad, radica la riqueza de la diferencia. Todos servimos al mismo Dios, unidos al Magisterio Petrino que Jesucristo dejó como estamento  seguro, guiado por el Espíritu Santo, frente a la diversidad. Hemos de entender, para ser tolerantes, sin tolerar el error, que la persona humana tiene diferentes perspectivas: el frente, el dorsal y el lateral. Si hablamos de la espalda, nada tendrá que ver con las características de la cara; y mucho menos con las de las extremidades. Pero esas diferencias forman parte de la verdad de un todo que debe ser expresado en su conjunto. Por eso el Señor nos anima a abrir nuestro espíritu a todos aquellos hermanos que, respetando el mensaje evangélico, presentan diversos puntos de vista que sólo hacen que enriquecer la comprensión de la Escritura Santa. La única medida que debe respetarse es la misma que puso Cristo  y confirmó la Iglesia primitiva: la potestad del Primado de Roma; el sucesor de Pedro.