7 de octubre de 2013

¡Todo, por amor!



Evangelio según San Lucas 10,25-37.


Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?".
El le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo".
"Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.
Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.
Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.
Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'.
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?".
"El que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas vemos como, otra vez, el Maestro de la Ley intenta poner a prueba al Señor, a través de preguntas que él considera que pueden tener diferentes y complicadas respuestas. Pero Jesús, al contrario que su interlocutor, le demuestra la simplicidad que encierra la verdad de su sentencia al alabar y aceptar el resumen de la Ley que le pide al escriba; porque su contestación es una composición de dos textos que se encuentran en el Libro del Pentateuco. Uno pertenece al Deuteronomio y otro al Levítico:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt. 6,5)
“No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo, como a ti mismo. Yo, el Señor” (Lv.19,18)

  En realidad, estos dos preceptos encierran el sentido de toda la Ley, los mandamientos, que descansan en ellos. Amar a Dios sobre todas las cosas significa exactamente, priorizar lo que el Señor nos pide y quiere de nosotros, tomándolo como medida ante cualquier circunstancia de nuestra vida; relativizando el resto y excluyendo todo aquello que nos separa de Dios y nos impide cumplir su voluntad. Somos hijos de la familia cristiana y trabajamos para un Padre cuyo “negocio” es la salvación del género humano. Cada uno de nosotros somos miembros importantísimos de este “negocio familiar”, donde nuestro esfuerzo es parte de un todo en el que nos apoyamos, para alcanzar juntos el premio al que aspiramos.

  Todo lo que somos y lo que hacemos, está en función de nuestra filiación divina. Nada hay más importante, porque en realidad es lo que infiere al ser humano su máxima dignidad, que el ser hechos a través del Bautismo, hijos de Dios en Cristo. Llama la atención como los hombres perdemos la Vida, para asegurarnos una vida que es temporal, corta y limitada; olvidando que lo único importante, y a través de lo que todo debe girar, es el amor profundo a Dios que ilumina todo lo creado. Él otorga a cada cosa su verdadero lugar y la posición adecuada para que nos ayude y no nos dificulte el camino hacia el Señor. Sólo en Él, seremos lo que estamos llamados a ser desde toda la creación; y sólo en su presencia, ya aquí en la tierra, alcanzaremos la verdadera felicidad.

  Pero Jesús debe explicar al escriba, con la parábola del Buen Samaritano, ese horizonte que encierra la palabra “prójimo” y que ellos habían empobrecido en un ambiente legalista, que cedía a la norma el puesto que debía ocupar la misericordia. Nuestro prójimo no es nuestro amigo, que lo es; ni nuestro hermano, que también lo es; sino todo aquel que necesita nuestra ayuda sin distinción de raza, color u opinión. Es decir, todos los seres humanos que forman parte de esta familia universal de los hijos de Dios.

  Con la mención que hace Jesús del sacerdote y el levita que no podían entrar en contacto, según la Ley, con un cadáver, muestra el Maestro que ninguna Ley puede impedirnos dar ayuda a los que la requieren; porque no hay motivos en este mundo suficientes para ahogar el verdadero sentido del que la promulgó, el del Amor. Y que por encima de cualquier principio, o cualquier final, está la persona humana, que es imagen de Dios, y por la que ese Dios se hizo carne y entregó su vida para salvarla.

  Evidentemente, eso no quiere decir que los mandamientos sean relativos; ya que el Señor los dictó como medio y camino incuestionables para alcanzar la perfección exigida a los hijos de Dios. Son los principios inscritos en el libro de instrucciones por nuestro creador, adecuados para el buen funcionamiento de nuestro ser y nuestro existir. Pero nunca hay que olvidar que todos ellos han surgido del Amor que quiere para nosotros lo mejor; y no se pueden imponer olvidando el cariño y el respeto que las personas merecen, aún cuando ellas mismas lo hayan olvidado y se empeñan en mantenerse en el error. Cristo murió por todas nuestras dolencias e iniquidades, porque Él fue, en realidad, la imagen y el ejemplo del Buen Samaritano que se apiadó de nosotros y nos condujo, sin juzgarnos, para ser curados en brazos de Nuestra Madre la Iglesia. En ella no hay ni crítica, ni distinción; sólo el amor maternal que nos regala la Redención del Hijo de Dios, para el que quiera aceptarla.