20 de octubre de 2013

¡Debemos querer, para ser!



Evangelio según San Lucas 12,8-12.


Les aseguro que aquel que me reconozca abiertamente delante de los hombres, el Hijo del hombre lo reconocerá ante los ángeles de Dios.
Pero el que no me reconozca delante de los hombres, no será reconocido ante los ángeles de Dios.
Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.
Cuando los lleven ante las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir,
porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir".


COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas vemos como el Señor, una vez más, nos previene de todo aquello que nos puede pasar, si somos fieles a su Palabra. Les indica a sus discípulos que, como le ocurrirá a Él, pueden ser acusados ante todo tipo de tribunales, civiles y religiosos; ser vilipendiados y acosados, sufriendo el abandono de aquellos que por miedo, preferirán separarse de su lado; sentir en sus carnes el dolor que es capaz de infringir el hombre cuando se comporta como un ser irracional y morir con el sufrimiento de no poder despedirse de sus seres queridos. Pero Jesús les pide que, en esos momentos, sean valientes y le confiesen sin temor; porque si ellos, como nosotros, ponen la voluntad, el Señor les dará la fuerza de la Gracia y la sabiduría de su Espíritu.

  Puede parecernos que aquí y ahora, pensar en todas esas horribles circunstancias es algo que nos queda lejos en el tiempo; pero quiero recordaros, como ya he hecho otras veces, que mientras releemos estas líneas, Asia Bibi espera ser ejecutada en su celda de Multan, Pakistan, por haberse declarado cristiana. Hay muchos lugares de la tierra donde defender la fe puede llevarles a una muerte segura. Recuerdo un seminario del Norte de España, Bidasoa, donde se preparan a futuros sacerdotes, enamorados de Dios y valientes, que en cuanto se ordenan regresan a sus países de origen donde les espera, como mal menor, su reclusión en prisión si hablan de Cristo. China, Vietnam, Corea…lugares privados de libertad religiosa y, sin embargo, necesitados de aquellas vocaciones que, formando parte de su propio pueblo, son levadura para que la masa de la fe fermente. Gente dispuesta a todo, que confían plenamente en las palabras que tú y yo estamos leyendo en este evangelio. Gente que ha tomado el testigo de todos aquellos cristianos que, a lo largo de la historia, regaron con su sangre los lugares donde Jesús les había enviado. Para unos sería su propia ciudad, para otros cruzar océanos y dar testimonio en tierras de misión. Para todos, ser ejemplo de Cristo y transmitir su mensaje en cualquier momento, circunstancia y ocasión.

  Hemos perdido esa maravillosa costumbre de leer los escritos de los mártires, que la Tradición ha guardado como un tesoro. Esas letras de los primeros padres de la Iglesia, que han llegado hasta nosotros para ser testimonio y luz, en una sociedad oscura donde la hipocresía y la mentira reinan sobre las empolvadas virtudes, que son la base y el camino de cualquier buena convivencia social. Donde los valores en alza son el poder y el  aparentar, aunque para ello haya que terminar con los derechos de nuestros hermanos. San Ignacio de Antioquía, san Policarpo de Esmirna, san Clemente de Alejandría…tantos que escribieron cuando  los trasladaban, presos, para infringirles un martirio terrible que acabaría con su vida. Y lo hicieron para que hoy, nosotros comprendamos que eran personas como tú y como yo; con sus miedos, sus familias, sus trabajos, pero dispuestos a perderlo todo porque sabían que no había gloria más grande que la de morir por amor a Dios.

  Hemos de abandonarnos en los brazos de Nuestro Padre, con la seguridad de que no nos va a abandonar si no le abandonamos nosotros primero. Que sólo necesitamos querer, para que Dios desborde en nuestro corazón la fuerza, la esperanza y la confianza que harán de nosotros firmes guerreros en la lucha de la transmisión de la fe. Lucha que no tiene más armas que las de la Palabra y no tiene más medios, que los del amor.