29 de octubre de 2013

¡Hemos sido llamados!



Evangelio según San Lucas 6,12-19.




En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles:
Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé,
Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote,
Judas, hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón,
para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados;
y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.



COMENTARIO:



  San Lucas nos transmite en este Evangelio, la actitud que tenía Jesús antes de los acontecimientos importantes que marcaron su predicación: la oración. El Nuevo Testamento nos enseñará cómo Cristo, en su Humanidad Santísima, necesitaba de la luz y de la fuerza del Padre para decidir -en circunstancias precisas- como comportarse y como enfrentarse a episodios difíciles, en los que su voluntad requería superar a su propia naturaleza.



  No más tenemos que recordar ese sufrimiento de Getsemaní donde el Señor, sabiendo como Dios todo lo que iba a tener que pasar, desea como hombre librarse de la tribulación. Pero es la Gracia divina la que inunda, consuela y anima a ese Jesús Nazareno, que sale fortalecido en su rezo y acepta voluntariamente asirse a la cruz, para redimir a los hombres.



  En este capítulo, el Maestro ora toda la noche para que Dios le ilumine al escoger a aquellos que van a ser los pilares en la fundación de su Iglesia. Hombres que, a pesar de recibir la llamada divina, serán libres en su respuesta y en su actuación; de ahí que Judas Iscariote no venza la tentación diabólica y traicione a Jesús. Jamás el habernos elegido será sinónimo de fidelidad, sino más bien el motivo que hará que agudicemos la lucha; porque ante la importancia de la misión requerida, la seducción del demonio será mucho más intensa.



  El Señor, tras instituir al Grupo de los Doce, les pone el nombre de Apóstoles, que quiere decir enviados; y baja el cerro con ellos, uniendo los miembros de su Iglesia a la misión divina que les ha sido confiada. El propio Cristo hace, en el momento de la elección, una diferenciación entre los discípulos que le seguían y este grupo al que ha escogido, de una forma determinada y especial. Así expresa la institucionalización de aquellos a los que les ha pedido una entrega determinada que deberá continuar en una sucesión apostólica; como principio activo en el tiempo, donde la misión de salvar y propagar el Evangelio durará hasta el fin del mundo.



  Cada uno de nosotros, de una forma distinta, también hemos sido llamados por el Señor –a través del Bautismo- para cambiar el mundo como miembros de su Iglesia. Pero el Señor no nos ha dado una tarea, que puede ser difícil y complicada, contando sólo con nuestras propias fuerzas; sino transmitiéndonos, a través del Evangelio, que nuestra voluntad unida a la suya a través de la oración, no encontrará escollos ni obstáculos que no puedan ser salvados. Sólo es preciso recurrir al Espíritu que reparte los dones, cuando se los piden; como la fuente de agua viva que brota de la roca y solamente requiere de nuestro esfuerzo y voluntad, para beber de ella.



  Lucas nos dice que cuando bajaron del cerro les esperaba una multitud que quería oír a Jesús y que les sanara en sus enfermedades. Todos ellos estaban allí porque, tal vez, conocían al Maestro con anterioridad; pero la mayoría se habían acercado a buscarle movidos por los comentarios de la gente y porque alguien, en particular, les había hablado de Él. Hoy, las multitudes corren a escuchar a muchos que, con sello de celebridad, entonan discursos vacíos de contenido. Es posible que si cada uno de nosotros hiciera bien su tarea, y transmitiera la Luz y la Verdad del Evangelio sin miedo ni vergüenzas humanas, esas personas que van perdidas como ovejas sin pastor, conocerían a Cristo. Sólo se nos pide eso: que lo demos a conocer;  porque una vez que el Señor se ha hecho presente en una vida, ya es imposible abandonar su proximidad, su dulzura, su ternura… En Él todo cobra sentido y la alegría, aunque no exime de la tribulación, forma parte de nuestro ser cotidiano.



  El poder de Dios es inmenso; pero porque ha querido unirnos a su proyecto redentor, quiere que tú y yo -a los que nos ha puesto nombre- seamos portadores para nuestros hermanos de ese mensaje de esperanza, donde recordamos al mundo que Cristo le espera con sus Apóstoles, pacientemente, en la salvación sacramental entregada a su Iglesia.