27 de octubre de 2013

¡Demos frutos de santidad!



Evangelio según San Lucas 13,1-9.


En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.
El les respondió: "¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.
¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera".
Les dijo también esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró.
Dijo entonces al viñador: 'Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?'.
Pero él respondió: 'Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.
Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás'".


COMENTARIO:

  Vemos como en este Evangelio de Lucas, el Señor se sirve de los sucesos y circunstancias que rodean a las personas de su entorno, para explicarles las enseñanzas más apropiadas para su vida cotidiana y sobrenatural; sin perder ningún momento, aunque a alguien no le pueda parecer el adecuado, para transmitir su mensaje doctrinal.

  Les razona que esos acontecimientos nefastos que se habían dado entre los soldados de Pilatos y los galileos; así como los de aquellos que murieron al derrumbarse la torre de Siloé, no eran, ni mucho menos, atribuibles a un castigo divino que se había dispuesto para los que perecieron, por sus pecados cometidos. Que ese pensamiento común, elaborado por los doctores de la Ley, donde el bienestar económico y la falta de problemas eran un síntoma inequívoco de la aprobación de Dios sobre la conducta del que disfrutaba de esa vida; y, en cambio, el que sufría enfermedades o reveses de fortuna era justamente castigado por una existencia de agravios divinos, era un error que debía ser subsanado. El propio Jesús, en Sí mismo, demostrará a los hombres que el dolor, las vicisitudes y las tribulaciones, aceptadas por amor a Dios, son el camino más preciado para alcanzar la salvación.

  El mundo, bien nos lo repetirá el Maestro, es el medo y no el fin, donde los cristianos nos hacemos merecedores de participar en la Redención de Jesucristo. Este mundo es el lugar donde, el príncipe de la mentira, nos hablará de placer, egoísmo, dinero y poder. Es el lugar que le pertenece para tentar al hombre y hacerle olvidar que todo cristiano está atado, por compromiso bautismal, a vivir la cruz de cada día. Por ello, las injusticias que sufrimos en este acontecer diario no son, para nada, atribuibles a un Dios que ha respetado, y respeta sobre todas las cosas, nuestra capacidad de elegir. El mal vivir es el fruto del pecado que no lucha por ser erradicado: es el egoísmo de unos pocos que quieren dominar sobre unos muchos; es el ansia del dinero, que no permite distribuir la riqueza entre aquellos que tienen todo el derecho a cubrir sus necesidades; es el abuso de unos medios naturales que se agotan, sin tener presente el legado que dejamos a las generaciones futuras. Las desgracias, no os quepa duda, sólo son el fruto de una vida sin Dios. Son el olvido de los Mandamientos, como libro perfecto de instrucciones donde el Creador nos insta a cumplirlos para poder alcanzar la felicidad. Pero justamente, esos momentos difíciles que todos vivimos en nuestro caminar terreno, no deben ser, como quiere el diablo, las circunstancias apropiadas para separarnos del Padre; sino, muy al contrario, el lugar de conversión donde hallamos la ocasión, uniendo nuestro dolor al dolor de Cristo, para volver al lado de Dios.

  Es en esa parábola, que el Maestro nos presenta al final del capítulo, donde se observa la necesidad que tiene el hombre de dar frutos de santidad para, al final de nuestros días, regresar al lugar del que nunca debimos partir: la cercanía divina. La higuera que no da frutos es, evidentemente, el Templo de Israel. Ese lugar que representa la religiosidad del pueblo elegido por Dios y que, desgraciadamente, se ha vuelto estéril. El Señor, paciente, nos avisa de que no quiere la muerte de los pecadores, porque tiene paciencia y el ferviente deseo de que se conviertan a Él; pero para ello, exige las obras que demuestran y avalan esa decisión. No podemos decir que somos miembros de la Iglesia de Cristo con nuestros labios y después, negarlo con nuestros actos. Cierto es que sólo con la Gracia divina conseguiremos superar las heridas que el pecado dejó en nuestra naturaleza humana. Pero no es menos cierto que recibir esa fuerza sacramental requiere, por nuestra parte, una disposición personal de ir a buscarla y luchar por adquirir las virtudes que la facilitan. Dios nos salva, pero para ello es necesario, porque así lo ha dispuesto, que nosotros luchemos por conseguir esta salvación; y esta lucha si es adecuada, se manifestará en actos de amor, justicia y entrega que cambiarán este mundo, que Dios nos confió.