9 de febrero de 2013

¡hay que vivir con coherencia!

Evangelio según San Marcos 6,14-29.
El rey Herodes oyó hablar de Jesús, porque su fama se había extendido por todas partes. Algunos decían: "Juan el Bautista ha resucitado, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos:
Otros afirmaban: "Es Elías". Y otros: "Es un profeta como los antiguos".
Pero Herodes, al oír todo esto, decía: "Este hombre es Juan, a quien yo mandé decapitar y que ha resucitado".
Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado.
Porque Juan decía a Herodes: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano".
Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía,
porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto.
Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea.
La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: "Pídeme lo que quieras y te lo daré".
Y le aseguró bajo juramento: "Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".
Ella fue a preguntar a su madre: "¿Qué debo pedirle?". "La cabeza de Juan el Bautista", respondió esta.
La joven volvió rápidamente adonde estaba el rey y le hizo este pedido: "Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista".
El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla.
En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan.
El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre.
Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  Este relato de Marcos tiene dos puntos claramente diferenciados que son de gran importancia para los que, con ayuda de la Gracia, queremos seguir los pasos del Señor.
Ante todo vemos que, a pesar de la grata opinión y la alta estima que Herodes tenía en un principio por Juan el Bautista, propagar la verdad ante una actitud pecaminosa que no quería ser escuchada porque hacerlo equivalía a tener que cambiarla, ha conllevado el prendimiento y posterior asesinato de Juan.


  Este capítulo nos sitúa en el marco de la misión apostólica que todos los bautizados tenemos, porque la hemos adquirido al adherirnos a Cristo, indicándonos para que no nos llevemos a engaño, que la suerte del cristiano será muchas veces semejante a la del Bautista o a la del propio Maestro.
Nuestra tarea, a pesar de que consiste en acercar a las almas la Verdad del Evangelio que ilumina el entendimiento y  la semilla del Bien que produce la felicidad de una vida plena, no será bien recibida por todos igual. Porque el cristianismo no es una filosofía que informa, sino la identificación con el Señor que nos exige un cambio de vida, si esta no es virtuosa. Y ese cambio exige lucha: contra nosotros mismos y nuestros más bajos instintos que nos animalizan, y contra aquellos que contribuyen a que nuestra vida no sobresalga de los límites de la depravación. Por eso, un hombre como Herodes, arrastrado por sus pasiones, es incapaz de sobreponerse al deseo que la lujuria ha encendido en su corazón y haciendo oídos sordos a las palabras de Juan el Bautista que todavía resonaban en su interior, enfrentándole a su pecado, decide terminar con la vida del profeta; como si matar al mensajero pusiera fin a la verdad del mensaje transmitido.


  En nuestras vidas esto también ocurre con frecuencia. Nosotros mismos, cuando en el silencio de la oración escuchamos a Dios reclamando la coherencia de una vida que tiempo atrás le entregamos, preferimos justificar lo injustificable acercándonos a aquellos que, con un mensaje desvirtuado, nos permiten seguir manteniendo unas actitudes impropias de los discípulos de Cristo.


  Y es a esos discípulos, cada uno de nosotros, a los que Juan el Bautista enseña que  no pueden desencantarse cuando se enfrenten a la dificultad, la difamación y al escarnio de todas aquellas personas que se sienten incómodas ante la realidad que les manifestamos: la realidad de una existencia que sin Dios les priva de sentido, culminando en el vacío de la muerte eterna.


  En muchos países la propagación del mensaje cristiano sigue conllevando la entrega de la propia vida; y esa circunstancia debe servirnos de acicate  y ejemplo para, con la ayuda de la Gracia, estar dispuestos a perder lo poco que somos y tenemos  –que no es nuestro porque es de Dios-  poniéndolo al servicio de la transmisión de la fe.