25 de febrero de 2013

¡Hemos de estar despiertos!

Evangelio según San Lucas 9,28b-36.

Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar.
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante.
Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías,
que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". El no sabía lo que decía.
Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor.
Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo".
Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.




COMENTARIO:


  San Lucas nos refiere en su Evangelio, que el Señor, ocho días después de hablar a sus apóstoles sobre la Pasión que tenía que padecer, se llevó con Él a Pedro, Juan y Santiago para orar al Monte. Y es allí, donde Jesús les permite conocer, a través de su Transfiguración, la gloria de su divinidad.


  En primer lugar, este hecho sirvió para demostrar a Pedro que las palabras que, por Gracia de Dios, pronunció afirmando la identidad divina de Jesucristo, se ven ahora reafirmadas por el propio Padre celestial. Este suceso sobrenatural también manifiesta el cumplimiento en Cristo de las promesas realizadas en el Antiguo Testamento, ya que Moisés y Elías contemplaron la gloria de Dios en la Montaña y cada uno de ellos, a su manera, testificó el sufrimiento que debía pasar el Mesías para liberar al Pueblo elegido.
Así mismo, la Transfiguración nos indica la presencia de la Trinidad Santísima: el Hijo, que es el Siervo de Dios anunciado, a la espera de cumplir la voluntad del Padre; el Espíritu Santo, que como nos transmite la Revelación se mostró a los israelitas como nube que cubría el Tabernáculo, manifestando la presencia divina; y la voz, grave y profunda de Dios Padre, que anuncia la realidad del Verbo encarnado.


  Jesucristo, a través de esta visión, fortalece la fe de sus discípulos al mostrarles los indicios de la gloria que iba a tener después de su Resurrección. El Señor sabía que Pedro, Juan y Santiago tendrían que acompañarle en los momentos terribles de su agonía en Getsemaní, y por eso les regala esos instantes inolvidables de manifestación sobrenatural, que servirán para sostener su esperanza ante los difíciles sucesos que se les avecinan.


  Todo lo leído tiene que hacernos recapacitar sobre la actuación de Cristo en nuestras vidas. El sabe cada momento y circunstancia complicada que tendremos que sobrellevar, poniendo a prueba la fuerza de nuestra fe. Y por ello nos recuerda que para entrar en su Gloria será necesario pasar por la Cruz en nuestro “Jerusalén” particular. Porque cada uno de nosotros tendrá la suya: pequeña o grande; pesada o ligera; pronta o duradera, pero siempre con la confianza puesta en la certeza de que Jesús nos espera en la Gloria, para hacernos partícipes de ella.


  No quiero dejar pasar por alto esa referencia que hace el Señor a ese cansancio que vence a los Apóstoles, y que también encontraremos en los últimos momentos del Huerto de los Olivos. Ese sueño que nos aturde muchas veces y nos impide observar las maravillas de Dios. Ese sopor, fruto de las inquietudes terrenas que nos quitan la paz y el tiempo para cumplir el mandato divino de propagar el Evangelio.
Hemos de estar despiertos; comprometernos a estarlo, porque despertar es seguir a Cristo y recibir la posibilidad de reunirnos con Él en su Gloria, si primero estamos dispuestos a acompañarle, con nuestra vida, hasta los pies del Calvario.