22 de febrero de 2013

La oración parte de la confianza

Evangelio según San Mateo 7,7-12.
Jesús dijo a sus discípulos: Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Mateo es como un recopilatorio de la actitud interior que debe acompañar siempre  a la oración del cristiano.
Jesús, primero nos enseñó como dirigirnos al Padre, a través del Padrenuestro; pero también nos advirtió que esas palabras deben ir acompañadas de una predisposición que nace de lo más profundo del corazón: el amor. Porque como nos dice san Pablo en su carta a los Corintios, la caridad –ese amor sin medida- es paciente, amable, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta lo malo, todo lo aguanta, todo lo espera y lo soporta…


  Así es Dios, el Amor por excelencia; Aquel que ha sido capaz, para que yo pudiera recuperar la Felicidad, de hacerse hombre y, como tal, sufrir hasta el extremo recuperando mi vida del abismo mortal del pecado. Ese Dios que se ha encarnado para que yo comprendiera que es un Padre amantísimo que me espera, al final del camino, a que yo decida regresar. Que sale a mi encuentro, por si llego cansada y me fallan las fuerzas que acompañan mi voluntad. Que me busca sin descanso, en los recovecos de este mundo, para sanar las profundas heridas por donde se escapa nuestra vida espiritual.
Entonces, si así es Dios, mi oración debe partir de la confianza que nace del conocimiento; porque mi esperanza se basa en una realidad: Cristo ha venido para salvarme.


  Ante esto, orad debe ser pedir y agradecer a la vez, como ocurría con el Pueblo de Israel cuando elevaba una súplica a Dios, incluyendo la acción de gracias ante la seguridad de que jamás sería rechazada, si guardaban la fidelidad a su alianza divina.
Nosotros tenemos la confirmación de este hecho, manifestado por la propia Palabra hecha carne. El propio Jesús nos asegura que siempre recibiremos si somos capaces de pedir con la disposición propia de los hijos de Dios: uniendo nuestra voluntad a la del Padre que, como tal, jamás me dará aquello que no convenga a mi propia finalidad, mi salvación.


  Pero el Señor, como siempre, va más allá y nos recuerda que, si como cristianos hemos de ser otros Cristos, es indispensable entregar a los demás lo mismo que hemos pedido para nosotros mismos: haciendo el bien a nuestro prójimo sin poner las condiciones que queremos excluir en nuestro trato con Dios. Ese olvido de nuestras miserias, comunes a todos los mortales, y que tantas veces esgrimimos, a favor nuestro, para no entregar el amor que se nos pide; viviendo rencores que siempre son fruto de nuestra soberbia personal.
La vara de medir debe ser la misma con la que queremos ser medidos: la de un amor incondicional, reflejo permanente del amor divino.