18 de febrero de 2013

¡Combatir con el Evangelio!

Evangelio según San Lucas 4,1-13.
Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto,
donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre.
El demonio le dijo entonces: "Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan".
Pero Jesús le respondió: "Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan".
Luego el demonio lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra
y le dijo: "Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero.
Si tú te postras delante de mí, todo eso te pertenecerá".
Pero Jesús le respondió: "Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto".
Después el demonio lo condujo a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del Templo y le dijo: "Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo,
porque está escrito: El dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden.
Y también: Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra".
Pero Jesús le respondió: "Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios".
Una vez agotadas todas las formas de tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


 COMENTARIO:


 Vemos como antes de comenzar su obra mesiánica y promulgar la Nueva Ley en el Discurso de la Montaña, Jesús se prepara con oración y ayuno en el desierto. Este primer punto del Evangelio de Lucas es un claro ejemplo de la actitud que debe tener el cristiano ante la invitación que nos hace la Iglesia a renovarnos interiormente, con prácticas penitenciales, durante los cuarenta días que dura la Cuaresma. Vivir la austeridad penitencial, recordándole a nuestro cuerpo que somos dueños de nosotros mismos por amor a Dios, es un ejercicio de la voluntad que nos ayudará muchísimo en el combate cristiano contra las fuerzas del mal.

  Por el pecado original, nuestra naturaleza herida ha sido siempre la grieta en la fortaleza de nuestra alma, por donde el diablo se ha introducido a través de nuestras pasiones. Eso lo podemos observar en el Pueblo de Israel –que se encuentra presente teológicamente en los episodios de los tres sinópticos sobre las tentaciones de Jesús- donde fue tentado, junto a Moisés, en su peregrinar durante cuarenta años por el desierto. La gran diferencia es que los israelitas cayeron en todas las tentaciones que el diablo sembró a su paso: murmuraron contra Dios al sentir hambre, exigieron un milagro cuando les faltó agua y adoraron al becerro de oro, cuando percibieron el miedo ante un futuro incierto.
En cambio Jesús venció en su humanidad tentada, donde otros cayeron; esa humanidad en la que estamos todos representados, desde Adán hasta el último de los hombres. Por eso sus acciones son un claro ejemplo para la vida de los cristianos. No debemos esperar, ante las dificultades que nos surjan en el camino de la fe, fáciles triunfos; porque como nos enseña Jesús, a través de su experiencia santa, la fidelidad al amor de Dios sólo es posible mediante la oración y una intensa frecuencia sacramental.


  Jesucristo venció al diablo, no como Dios, sino como hombre; combatiendo con la fuerza de la Sagrada Escritura para enseñarnos a combatir en pos de Él. Así ha de ser nuestra vida: una lucha para seguir al Señor, depositando la confianza en la gracia de Dios que nos llevará, como a Cristo, a conseguir la victoria.


  Pero este pasaje termina con una advertencia que no podemos olvidar: “el diablo se apartó de Él hasta el momento oportuno”.
Y es en la Pasión donde el diablo lo volverá a intentar; aprovechando el momento de dolor que sufre la humanidad santísima de Cristo. También entonces Jesús vencerá con su aceptación filial, uniéndose a la voluntad de su Padre.
La trayectoria del cristiano es, como nos enseña Jesús, una constante vigilancia donde tropezaremos y nos volveremos a levantar si tenemos la humildad de reconocer que nuestra fortaleza descansa en la unidad vital con el Hijo de Dios.