2 de febrero de 2013

¡la humildad del cumplimiento!

Evangelio según San Lucas 2,22-40.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Lucas vemos como la Sagrada Familia sube a Jerusalén para cumplir con las prescripciones que dictaba la Ley judía: una era la purificación de la madre –porque se consideraba, como consta en el Levítico, que la mujer que daba a luz un varón quedaba impura y debía acudir al Templo pasados cuarenta días- así como el rescate del primogénito –que estaba escrito en el Éxodo, pidiéndole el Señor a Moisés que le consagrara todos los primogénitos de la casa de Israel-.


  Es bien cierto que ni Jesús, Hijo de Dios, ni María, que había concebido sin obra de varón y sin que el Señor le hubiera roto su integridad virginal, estaban comprometidos con este precepto. Pero ese era un misterio que guardaban en su corazón y sobrellevaban con humildad permaneciendo escondido en el corazón de la Sagrada Familia. De esta manera, ellos ofrecieron la ofrenda de los pobres, expiando por amor lo que era puro en sí mismo. ¡Qué gran ejemplo para todos nosotros! Que siendo tan poca cosa, consideramos innecesario recurrir al sacramento de la Penitencia y allí, por amor a Dios y con verdadero dolor, sacudir la roña de nuestra alma y volver nuestros pasos hacia Cristo para que purifique nuestro corazón.


  Es en esa presentación del Niño en el Templo, como comienza la manifestación de Jesús a Israel. Simeón y Ana representan al Pueblo fiel que esperaba la venida del Salvador y alaban a Dios al ver cumplidas sus esperanzas en el Niño Jesús. No hay que olvidar que a pesar de que se indica que Israel endureció su corazón ante la llegada del Mesías y no quiso reconocerlo, eso sólo fue así en una parte de sus miembros. En aquellos que estaban tan henchidos de soberbia que fueron incapaces de aceptar que todo un Dios se hiciera Hombre para salvar al hombre del pecado y de sí mismo.


  Sin embargo no podemos olvidar que todos aquellos que le siguieron y creyeron que en Él se cumplían las antiguas promesas de la Escritura, fueron también judíos: Simeón y Ana; los Apóstoles; sus discípulos; las mujeres que le acompañaban; Lázaro, Marta y María; José de Arimatea; Nicodemo…Y tantos otros que supieron descubrir en la Palabra de un Hombre, la Verdad de un Dios.

 
  En el Templo, el Espíritu Santo invadió a Simeón y éste reconoció que Jesús era el Mesías esperado, la “gloria de Israel”; pero a la vez también nos anunció que sería “luz y salvación” para todos los hombres. Y es ahí, dentro de esa apertura salvífica donde estamos incluidos todos nosotros. Porque en algún momento de nuestras vidas el Señor nos ha hecho ver la luz en la oscuridad, recibiendo la salvación a través de sus sacramentos y formando parte de la Iglesia de Cristo. Iglesia que estaba incoada en las palabras del anciano Simeón.


  Se nos avisa de que el dolor y el gozo estarán presentes y mezclados en toda la vida de Jesús y por ello, si nosotros somos sus discípulos, deberemos compartir esa realidad con Él. Pero igual que el Señor, tendremos a nuestro lado a su Santísima Madre. María, que participará en el sacrificio de Cristo y vivirá, junto al Salvador, su obediencia de fe a través de su sufrimiento maternal, nos enseñará a llevar, por amor a Dios, las dificultades de esta vida para unirnos, a través de Ella, a la inmolación de la Cruz con Jesús.